- Lo agarré por el cuello, pero el pajarraco aquel no se quedaba quieto.- dijo contento por la cerveza.
Cinco minutos antes, cuando entré en ese Rápido a comprar
cigarros un amigo me invitó a su mesa. Lo acompañaba un mulato, entre los cuarenta
y cincuenta años, de estatura mediana y con constitución de quien se comió los
hierros del gimnasio.
El diálogo comenzó suave: algún comentario sobre una
muchacha con una licra apretada que se contoneó ante nosotros, algo sobre el
calor insoportable. De repente, el desconocido me pregunta a qué me dedico. Yo
digo que periodista y después, con un poco de pena, acoto que solo soy estudiante.
Él tenía el pecho y la boca henchidos de palabras o tal
vez fuera a causa de las Cristal. Narró
su historia como el cazador aborigen que delante de la fogata cuenta sus desventuras
con la selva.
- ¿Oíste acerca del ñandú que se perdió en los noventa?-
preguntó.
La desaparición del ave del zoológico local, el parque
Watkin, durante los años más grises del periodo especial constituía algún tipo
de leyenda urbana. Casi todos estaban seguros de la veracidad del hecho; pero yo
no tanto, pues confiaba en el poder fabulador del cubano. Dudaba, además,
porque escuché a un compañero de aula, tipo un poco mitómano, vanagloriarse que
su padre le había echado mano a unos cuantos flamencos,
inclusive amigos de otras provincias me contaron historias similares que
concluían en sopa de avestruz o muslo de avestruz frito.
- Yo fui el que lo robé.- confesó.- Virábamos de algún
lugar, con un par de tragos de más, y a alguno de mis socios se le ocurrió la
idea de irle para arriba a la bestia; brincamos la reja y nos metimos en el
corral. ¿Sabes que por brincar una reja ya te culpan por robo con fuerza?- una sonrisa
se le escapa.
Pensé en las versiones populares de cómo se percataron de
la ausencia del pájaro. Unos contaban que encontraron las altas patas que
sobresalían de un latón de basura; otros que un niño le dijo a su maestra que
la noche anterior en su casa se comieron un pollo grandísimo, pero con la carne
durísima.
- Como dio pelea el animal- continuó- lo agarré por el
cuello, pero el pajarraco no se quedaba quieto. - La escena me pareció risible,
parodia de la batalla milenaria entre el hombre y la bestia, entre el hombre y la
naturaleza.- Al final eso ayudó a que me aumentaran la condena.
- ¿A qué le aumentaran la condena?- pregunté.
- Yo soy un tipo tranquilo; el candela es mi hermano; por él estuve más de veinte años presos…
pero es la sangre, mi sangre.
Contó que en una fiesta, décadas atrás, un sujeto se
propasó con la cuñada y el hermano inició una pelea. Los superaban en números,
así que intervino en su ayuda. Cuando la confusión del tumulto acabó, en el
suelo yacía un hombre muerto. Lo culparon a él, aunque asegura que no recuerda el
instante en que apuñaló al otro. Lo condenaron por asesinato y le sumaron años
por el robo del avestruz.
- El tanque es
duro- afirmó -, sin embargo, hasta me hizo bien.
En prisión los primeros años los esperó tranquilo, según
él, y a principios de los dos mil con una serie de reformas en el sistema carcelario
cubano se sumó a proyectos para la superación de los reos: cursos para la
terminación del nivel medio de enseñanza, taller de manualidades, clases de
computación. Por buen comportamiento lo liberaron antes.
- Cambié y si quieres comprobarlo busca la entrevista que
me hizo para el periódico un colega tuyo, donde pone que soy el recluso en
libertad condicional con el mejor expediente- me retó. Sin embargo, yo le creí:
había algo demasiado humano en su voz, en su arrojo para que nadie dude de su
legítimo derecho a elegir las paredes que lo rodearán.
- Yo le estoy muy agradecido al país, por todo lo que
hizo por mí. Si no fuera por los cursos que pasé allá dentro, cuando salí me
hubiera costado muchas más dificultades adaptarme.
Cinco minutos o cinco Cristal después nos retiramos; él,
vacío de historias y yo, repleto de ellas. Tal vez la vida sea así, una
tragicomedia con actores de carne, hueso y ñandues; pero siempre permeada por
esa fuerza tan grande que ni los polígrafos ni los rayos x calculan o
descubren: el espíritu humano.
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