Un
chino de la china
Justo Wong suelta la barreta, levanta la vista hacia
el sol y se pregunta hacia dónde queda el oriente, pero no el oriente de aquí,
ese del que solo lo separa una franja de tierra, sino el oriente de los mandarines,
de las largas coletas y de las mujeres con los pies pequeños. La figura del
mayoral se recorta en el horizonte y rápido vuelve a su labor. En estas
jornadas tiene mucho más trabajo que lo habitual. Unas noches atrás en las
barracas alguien comentó que allá abajo, en la ciudad, construyen un teatro o
algo de eso y les hace falta cal en cantidades.
En este extremo del mundo dicen que si cavas mucho
llegas a China. ¿Funcionará al revés? ¿Si hubiera abierto un hueco muy profundo
en su aldea natal hubiera aparecido en Cuba? Él no vino a través de un hueco,
sino del océano. Tose porque una nube de polvo asciende hasta su rostro. Para
montarlo en el barco le prometieron riquezas, pero al arribar a la Isla solo
encontró una vida demasiado similar al de alguno de esos negros que cortan caña
en los campos. Tomaría un descanso, pero el mayoral aún ronda por las
cercanías. Wong está molesto y descarga su ira en un poderoso golpe contra el
suelo que se desmorona de repente. La barreta se le resbala entre sus manos sudorosas
y cae dentro de la recién creada grieta.
La actriz
francesa
Margarite Gautier después de decir sus últimas
palabras en el más puro y duro francés muere entre espasmos de una tos
violenta, pera esta tos no se la provocó el trabajo en una cantera de cal, sino
una disipada vida parisina. El telón se cierra. Sarah Bernhardt se acerca al
borde del escenario y le hace una reverencia al público que la aplaude con
desafuero. La Dama de las Camelias nunca le falla, por eso eligió la obra
basada en el libro de Alejandro Dumas para su única función en el teatro, que
si no recuerda mal se llama Esteban y que, piensa, resulta bastante suntuoso
para una ciudad del interior de una islita.
Mientras se retira hacia el camerino observa de reojo
a unas señoras que cuchichean, lo más posible es que sea sobre ella. Seguro
comentan que está muy flaca, que duerme en un ataúd y que tiene por mascota un
tigre. Esas gordas matronas para quienes el sobrepeso simboliza el digno oficio
de darse sillón todo el día mientras bordan, no tienen idea ni de la cuarta
parte de la verdad. Sin embargo, ella sabe que esas habladurías catapultan su
fama. Lo excéntrico vende bien y por eso los empresarios españoles la trajeron
para que actuara en Cuba.
Mientras se quita el maquillaje recuerda que
probablemente más de la mitad del público no habla francés y que si la celebraron
tanto fue por sus gestos y las expresiones de su rostro. Si las ovaciones no
fueron por ese motivo, entonces el verdadero excéntrico sería el público. De
todas maneras, tiene en mente una última extravagancia para regalarle a sus
lenguas soeces, por desgracia, poco sagaces. Al llegar le informaron que cerca
había una cueva que era muy hermosa y tiene ganas de visitarla y no le importa
que ya sea noche cerrada.
El
empresario
Santos Parga revisa las cuentas del último envío de
materiales hacia las obras del nuevo teatro. Dicen que la sociedad anónima a
cargo de la construcción está escasa de fondos, pero hasta ahora, por lo menos,
han cumplido los pagos en tiempo. Tocan a la puerta. Él aparta los papeles y
grita que pasen. Primero entra su mayoral y luego cabizbajo, por lo menos mucho
más cabizbajo que el promedio de los chinos que andan como si rezaran el padre
nuestro el día entero, Justo Wong, uno de sus trabajadores.
El mayoral le dice que al culí se le perdió la
barreta, ante su mirada de duda, explica que se le extravió por un hueco
mientras cavaba. El comerciante gallego pide que lo conduzcan al lugar. Mira
extrañado la grieta que parece un arañazo, hasta que ordena que la amplíen un
poco más. Después de algunos golpes sale despedido un chorro de aire caliente y
hediondo. Santos Parga conocedor por la naturaleza de sus negocios de lo básico
de la espeleología, se percata que ha tropezado con la entrada de una caverna y
quién sabe tal vez, con algunos preparativos, de una mina de oro.
La reina
del drama y el chino
Sarah Bernhardt baja las escaleras despacio con miedo
a resbalar por culpa de uno de los escalones húmedos y así romperse un tobillo.
Su larga sombra, proyectada por la luz de las antorchas, se pasea por las
paredes de piedra, se abulta en los salientes y se recoge en las hondonadas. Alguien
de su comitiva le revela que la cueva la descubrió un chino por error en 1861
unos 26 años atrás y que el dueño del terreno Don Manuel Santos Parga con
rapidez la convirtió en un centro turístico, pero ella no lo oye bien, está
ocupada en poner sus pies en un sitio seguro para no caer de bruces.
Ella piensa que el lugar tiene su belleza con sus
estalactitas y estalagmitas sobre las cuales ahora su juguetona sombra se
enrolla como si fuera papel. La ciudad posee sus encantos, concluye, primero el
teatro muy italiano para ser tropical y muy grande para una población tan
pequeña, y luego la caverna, un hermoso azar de la naturaleza. Tal vez, vuelva
algún día.
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