lunes, 2 de noviembre de 2020

El último gladiolo

 

 

¿Qué sucederá cuando se acaben los gladiolos en Cuba? Cuando llegue alguien del Citma y diga que se encuentran en peligro de extinción, entonces qué se dará junto a los diplomas en cada acto. Un diploma solo, sin su correspondiente planta, no va más allá de un pobre y endeble papel o una porosa cartulina: la tristeza cuadriculada.  

Quizás un primer paso para la conservación de la flor, constituya entender que los estímulos morales cuando se regalan, dejan de ser estímulos y se vuelven pantomimas. Al convertir lo que debería ser el colofón de los esfuerzos individuales y colectivos en mero protocolo, desvirtuamos dichas acciones y gastamos gladiolos que pudiera dárseles un uso más inteligente, menos ornamental.  

La vox populi, ese chismoso inconsciente colectivo, tiene un dicho que condensa la sobresaturación: “Aquí todo el mundo ha recibido un diploma”. Tal vez esta frase dé una idea de la concepción del sistema de estímulos que se ha establecido a través de los años en el país. No planteamos que estén de más, sino que necesitamos quitarnos costumbres y vicios, para que adquieran su verdadero valor y utilidad.

Cualquier trabajo voluntario, conmemoración de una fecha histórica o actividad colateral siempre consta de la entrega de un papel acrediticio, como si fuera parte de un diseño inviolable, que en vez de enriquecerlos como actividad los vuelve una obviedad.

Incluso, en ocasiones, estar en el momento y lugar correcto resulta lo único necesario para, de repente, verte subir a un estrado para estrecharle la mano a un funcionario o a una personalidad y regalarle una sonrisa a alguna cámara extraviada. La voluntad y la acción real de los hombres se vuelven un elemento secundario y eso es triste.  

Si todos ganan, entonces no existió un ganador; esto resulta un razonamiento muy sencillo.  No se malinterprete que es un intento de azuzar la competitividad insana, corruptora de las buenas intenciones, sino que podemos decir - a través de otro razonamiento muy sencillo - que si alabamos el trabajo de todos, al final no alabamos al de nadie.  

Ernesto “Che” Guevara en “El Socialismo y el Hombre en Cuba” escribe que: “De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social”.

Por desgracia en estos momentos lo material, si de persuasión se habla, es más buscado que lo moral; sin embargo, ello se entiende por el contexto económico que transita el país. Así que al segundo, como plantea el Che, hay que saber elegirlo correctamente, porque si lo empleamos de manera erronea, pierde su valor simbólico, tanto para quien lo recibe, que lo comprende como un reconocimiento a sus esfuerzos, como para el resto de sus iguales que deberían encontrar en el ganador un espejo donde mirarse, una meta a sobrepasar. Así se crearía una emulación de real camaradería.

“Como ya dije, en momentos de peligro extremo es fácil potenciar los estímulos morales”, prosigue Guevara. ¿Y qué momento más arduo para el país que este, crucificado entre dificultades económicas y el virus que no has hecho replantearnos términos tan aceptados como “normalidad”?

Por ello es más importante que nunca, el empleo correcto de los reconocimientos, sobre todo, cuando entendemos que esta coyuntura atípica y caótica será nuestra nueva realidad por un periodo que se vaticina extenso.

En vez de derrochar gladiolos en intentar que las personas se aferren más a sus labores, deberíamos trabajar más en la formación de una conciencia individual que nos haga comprender que la sociedad y la nación es una construcción colectiva y continúa que solo con la ayuda de todos, con las buenas maneras e intenciones de todos, podremos avanzar.

Cando el último hombre, reciba el último gladiolo que se le hinche el pecho de orgullo. Eso necesitamos.  

martes, 13 de octubre de 2020

El rocancolesco y rocambolesco viaje para escuchar a los Rolling

 

 

¿Qué sabes tú de la desesperación? Dime Jager. Mientras tú despertabas en tu hotel, en otros tiempos te quitarías la sequedad de la boca con un trago de whisky, pero ya estabas viejo, así que seguro fue con algún batido macrobiótico o con una champola o con un jugo de frutabomba, cualquier producto que te ayudara a conservarte en el tiempo, yo caía en la desesperanza más absoluta.

A esas horas de la mañana el viaje que planificaba hace más de dos semanas para asistir a tu concierto, el primero de los Rolling Stone en Cuba, se había ido al garete. El Ira y el Leo me habían llamado  para decirme que se complicaron. Y te oía, cabrón, te oía dentro de mi cabeza como cantabas “You can t always get what you want” y yo encendía un cigarro y otro cigarro, y me salía humo de las orejas, no sé si de tanto fumar o de quemarme el cerebro para buscar con quién y cómo irme para La Habana.

Y mientras tú, parado en el balcón de tu habitación entre bofetones de salitre contemplabas la bahía habanera,  yo agarraba el teléfono y llamaba a todos los contactos que sabía que iban al concierto. Te explico que aquí donde yo vivo, Matanzas, a 120 km de la capital, salieron guaguas abarrotadas para ver si todavía podías cantar sin un suero fisiológico enganchado en vena. Leí en algún artículo o entrevista que parte del excito de los Rolling en los últimos años es que nadie sabe cuándo se van a morir, cuál será su último concierto, y esa levedad de la vida tan descarnada, llenó Transmetros, Aspirinas, Yutongs, almendrones, Moskvitch, Ladas, Geelys.  

Otra cosa, Mick, aquí no hay planes de telefonía móvil. Aquí nos desangramos por los oídos si queremos decir hola y adiós, o saber por la salud del gato o por las pastillas de la abuela, si llamamos a las 3 de la mañana, tan borracho como una cuba como solo se puede estar en Cuba, para decirle a alguien que la extrañamos. Y yo tuve una hemorragia masiva para buscar un transporte donde colarme.

Me quedaba el llanero solitario de saldo, 1 CUC, y llamé al Boris y el Boris me dijo que en su guagua no cabía una mosca, 0,86 CUC y hablé con Cecilia y Cecilia me aseguró que me averiguaría, pero que ella también había resuelto en último momento, 0, 53 CUC, y tú y tú me cantabas Let it bleed, mientras yo me desangraba, y yo cállate Mick, déjame pensar. Y le marqué a tres o cuatro gente más, 0.27 CUC, 0.15 CUC, 0.08 CUC, y todos y todos me comentaban lo mismo que los aeroautobuses para llegar al San Pedros Gates no se conseguían de un momento para otro.

Y entonces en lo que tú elegías, cuál era la mejor ropa para parecer un viejo cool, yo me derrumbé, me derrumbé por completo. Fumaba y fumaba y fumaba. Ese día casi se me parto un pulmón. El teléfono en la mesa y yo con los ojos pegados a él, como si la intensidad de la mirada fuera un catalizador de milagros y Mick, no sonaba, carajo, no sonaba, por lo menos hasta que sonó.

“Oye, me descompliqué” me dice el Leo del otro lado de la línea “Hablé con el Ira; en media hora nos vemos”.

Por mis adentros, canté but if you try sometime you find, you get what you need y te dedicaba la más grosera de mis trompetillas mentales. 

 

Mick, el tipo ese me miraba, me miraba porque dos minutos antes lo había mirado yo. Parecía una señora mayor con muchas cirugías plásticas, como le sucede a casi todos los freakys viejos, tal vez los frakys viejos deberían ser como los pelirrojos que a cierta edad desaparecen, así mantienen el glamour del joven rebelde. Coño, se me olvida con quién hablo, sí tú eres una de las señoronas más señoronas de la historia del Rock, con esa boca que si fuera la chismosa de mi comité te podría compararla con la de una caguama, pero no, tú eres el fucking Jagger.

Sucedía en un P abarrotado que nos había tragado nada más bajamos del camión de 50 pesos del que escapamos de Matanzas, porque la vida a veces se parece mucho al sistema digestivo de las vacas con sus cuatro estómagos y uno solo pasa resbaloso e impávido de uno a otro. Y ese día en La Habana todo el mundo se dirigía al mismo lugar, como si en la mañana les hubiera nacido un vector en el pecho que apuntaba en la misma dirección, la Ciudad Deportiva.

Todo ocurría en el tiempo en que esperabas en el lobby a que vinieran a recogerte un Chevrolet para llevarte al concierto. Un Chevrolet del 56 que seguro te recordaba tu adolescencia cuando escuchabas el blues de Muddy Waters, de Howling Wolf: una máquina del tiempo dentro de una máquina del tiempo mucho más grande con forma de país.

Pero bueno… el tipo me miraba, el tipo me miraba y el único momento en que paraba de mirar, era al empinarse de la caneca de ron. Cerraba los ojos para sentir como el líquido le bajaba por la garganta y luego volvía a mirarme hasta el próximo buche.

No te miento, mientras él me miraba, yo lo miraba a él, lo estereotipaba, lo arquetipizaba, lo volvía el freaky viejo platónico de todos esos freakys viejos que había conocido o de los que me habían hablado: el padre de mi amiga que escondido en los 80 escuchaba Van Halen en casetes, mientras su generación se empalagaba con los Pimpinela, el escritor que se desquita con su pasado al poner a un piquete de borrachos a escuchar Creedence Clearwater Revival.

En lo que tú conquistabas el mundo con tus pasos extravagantes de baile, aquí la gente se ocultaba en sótanos, en casas apartadas para escuchar tu música. Algunos decían que era extrajerizante, hablaban de diversionismo ideológico y negaban el carácter universal de la música cuando es corajuda, cuando te estremece el espíritu y el cuerpo. Mick y él tipo seguía arriba de mí, porque yo seguía arriba de él: mirada, mirada, buche, mirada, mirada, buche.

Creo que hice tanta empatía con él, porque yo también fui freaky, pero a mí me tocó un tiempo suave. Lo máximo que soporté fue que una niña en bicicleta, con cesta de picnic en el timón y pompones en los manubrios, me preguntara si yo me bañaba; pero fui feliz, feliz porque combatí el Karoke de mis vecinos con temazos de Metallica y fui feliz porque conocí gente como yo, gente con la que podía discutir durante toda una noche quién era mejor entre ustedes y los Beatles. ¿Te digo un secreto? ... Yo siempre me descarté por ustedes.  

Debe ser de madre ocultarse para escuchar la música que te gusta. Escuchar la música que te salga del corazón y de los cojones debe ser un derecho universal. ¿No crees? It s only rock and roll, but i like it. Tienes toda la puta razón, Mick. 

El tipo cansado de mirarme, estira la mano y me ofrece su caneca como un acto de fe, como la comprobación de que conectamos. Yo con un gesto de cabeza le rechacé la oferta. Nunca le quitaría una gota de ron a un sediento.

 

¿En el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte todavía hacen picnic, Mick? Porque cuando llegamos a la Ciudad Deportiva eso parecía un picnic gigante, un picnic a lo Woodstock 69. La gente sentada en la yerba conversaba, fumaba, algunos se empinaba de pomos plásticos Ciego Montero con un contenido demasiado denso y dorado para ser agua.

Cerca de donde nos ubicamos  había unas farolas viejas y unos niños las habían trepado y se acomodaron en la cima. Yo enseguida pensé en Korda y su Quijote en la Farola, pero tú no tienes que saber quién es Korda, la colonización cultural no te lo permite, así que seré breve en la explicación para no cansarte, fue el que tiró la foto del Che.


 

Seguro a ti no te sorprendía la cantidad de personas que estaban ahí esa tardenoche; sin embargo para nosotros que venimos de un país de 11 millones de habitantes parecía que toda la humanidad se concentrara, se compactara en un solo punto, y ese punto, por la densidad de su masa, explotara y creara una nueva humanidad, un big bang rocanrolero. Sin embargo, Mick, no te pongas triste si te digo que la mayoría de la gente nunca oyeron I cant get satisfaction y pensaron en una paja inconclusa.

Gran parte de los asistentes solo no querían perderse tal vez uno de los mayores acontecimientos culturales de la década en la Isla. Por ello, en esa masa humana con propiedades volátiles había fans a Chocolate MC, reparteros que se reparten bien repartidos, niños Vans que le venden el alma a las estroboscópicas luces de las discotecas, trovadictos, bufanderos, raperos, raftafaris, y otros, de esos, que te dicen que ellos “escuchan de to”.

Y tú cantabas Angie, Mick, seguro que no me viste porque yo era solo un punto en tu ángulo de visión, supongo que en megaconciertos miles de almas se difuminen delante de ti, se vuelvan un mar de carne, cuyo movimiento recuerda a borrascas y a resacas.

Y tú cantabas Angie y yo pensaba que descubrí  el amor con esa canción, que se la cantaba al oído a mi primera novia y nos separamos y nunca más la he cantado para nadie. Hay temas que cuando se regalan, es de mala educación pedirlas de vuelta.

Y dijiste en un español estrujado “yo sé que en un tiempo no nos podían escuchar, pero aquí estamos” y hubo una bulla, una bulla como una explosión atómica. Los tembas, los abuelos, esos que se comieron los discos de acetato como si fueran de chocolate, fueron el núcleo, porque se les fue el alma por la boca, debe ser un placer divino poder exorcizar miedos y demonios, y los siguieron como una onda de choque todos los demás, aunque no supieran de donde y por qué comenzó.  

Mick, yo estaba allí cataléptico, convulsionante, alucinado, orgasmizado, lobotomizado, casi un hilo de saliva me bajaba por la comisura de los labios. Necesitaba un babero, quizás un pañal, porque yo, sencillamente, no habitaba mi cuerpo, como la situación inmobiliaria del país estaba tan mala me había mudado al aire.

Mick, yo estaba allí, aunque no lo supieras, y el concierto acabó y debí dormir en el malecón para esperar a las seis de la mañana para coger las primeras guaguas rumbo a Matanzas y llegué a la casa muerto y medio, pero no importa Mick, porque yo estaba allí, aunque tú no lo supieras.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Los funerales del gorrión con grados de general español

 

29 de abril de 1969, ciudad de Matanzas 

La ciudad se vuelve naranja. El amarillo intenso del mediodía que provoca que reverbere la realidad, cede ante los tonos más oscuros de la tarde, que le dan a los edificios de la Plaza una mayor armonía. Frente al Casino Español Príncipe Alfonso hay una pequeña fila, tres o cuatro personas, aguardan para rendirle homenaje al gorrión muerto que llegó de La Habana en la mañana.

Están aburridas y expectantes. Con ese tipo de hastío que nace cuando la curiosidad es grande y para saciarla tenemos que esperar y no sabemos qué hacer con el tiempo muerto que, como todo lo muerto, posee la densidad de lo eterno. Por ello se contemplan los botones de la levita, inspeccionan el lustre de los zapatos, comparan la diferencia del largo de las uñas del pulgar con la del índice. Todos están callados, inmersos en sus propias ansias. Esperan que alguno de ellos rompa la inercia del silencio, el más valiente o el más extrovertido.

– ¿Alguien sabe cómo empezó todo esto con el gorrión? -  pregunta el Señor I, el más cercano a las grandes puertas del edificio. Tal vez habló porque es el que más tiempo llevaba en la fila y el calor de la tarde ya lo mosqueba.

Nadie habla. Son tiempos que los pensamientos se salvaguardan mejor en la caja del cráneo. Los insurrectos en el otro extremo del territorio de ultramar de la Corona han terminado de separar la Isla, en lo geográfico y en lo ideológico. Los independentistas urbanos, piensan que resulta más inteligente mantener la cabeza fresca, que perderla en un ataque de pasión; los pro-españoles refrenan sus paranoias de que en cualquier parte, detrás de las farolas de gas, en el corazón de los arbustos, pueda estar un conspirador; al final, no están tan equivocados, los cubanos están en todas partes.

– Un amigo me contó que un voluntario encontró el pájaro en la Plaza de Armas de La Habana, si no recuerdo mal por allá por marzo, y como a los soldados españoles… – la voz del Señor II, poco a poco, se desvanece como si terminar la idea resultara desaconsejable.

 Porque a los soldados españoles le dicen gorriones y a los insurrectos, bijiritas – concluye el Señor III de manera tajante – Así que montaron toda una parafernalia por el ave y lo trataron como si fuera un general ibérico, con procesión militar y todos los honores correspondientes. Dicen que lo colocaron dentro de una urna de cristal y todo para pasearlo por la Isla.

El señor II mira a su alrededor, a la calle Contreras en dirección a la bahía y hacia los altos de la ciudad, incluso la calle Gelabert, la paralela, al otro lado de la Plaza. Respira calmado, al parecer no encuentra nada sospechoso y vuelve a tomar la palabra. Quizás que alguien le robara la conversación por ser demasiado precavido lo avergüenza, así que retoma la palabra.

– Dicen que lo recibieron aquí  hoy por la mañana con una misa en el cuartel de María Cristina, por allá por Versalles, y que ahí estaba el gobernador y todas las autoridades de la ciudad.

– Y luego lo pasearon por el centro del pueblo con todos los cuerpos de voluntarios y con la Banda del Regimiento de Nápoles con sus clarines y tambores para que nadie quedara ajeno, una locura. – continúa el Señor III.

– Ese fue el revuelo que sentí hace unas horas; aunque creo que los revuelos y los gorriones muertos no tienen mucho que ver – comenta el Señor I y suelta una sonora carcajada.

– Oiga tenga cuidado no sabe quién lo está escuchando  – el señor II nervioso pasea los ojos de nuevo por la ciudad, Matanzas abajo, Matanzas arriba.

– Una ridiculez es esto. Para colmo me contaron que en La Habana alguien vio a un gato atacar y comerse un gorrión y, entonces, acusaron al gato de traición a España y le hicieron un juicio; incluso le pusieron un abogado defensor que sabrá Dios cómo logró demostrar que era inocente y un ejemplar súbdito del rey. En fin, un total sinsentido.

Otra carcajada del Señor I rompió la pesadez del crepúsculo.

– Un gato acusado de traición – rio de nuevo.

– Conténgase, por favor. ¿Quiere que nos fusilen en el San Severino por laborantes?  – preguntó el Señor II; sin embargo, nunca le contestaron porque en ese mismo momento desde dentro del edificio llaman para que pase una persona y el Señor I entró con grandes pasos.

  A ver usted que está tan informado me puede decir cuánto cuesta por fin ver al gorrión, porque hasta hay que pagar para “rendirle culto” – comenta el último de la fila.

– Veinte centavos si no me equivoco – responde el Señor II que está al borde de un quiebre nervioso. Su interlocutor introduce una mano en el bolsillo del saco y extrae una moneda.

– Que gasto de dinero por gusto, Dios mío, y lo más graciosos es que el pajarraco ahora sigue su vuelo por Cuba: salió de La Habana, lo llevaron para Guanabacoa, luego para acá y sigue para Santa Clara y después Puerto Príncipe.

Desde dentro del edificio solicitan al próximo en espera. El Señor II hasta un poco feliz, por liberarse de su compañero ocasional demasiado explosivo, entra con paso apresurado.

A la fila se han incorporado nuevas personas. ¿Alguien sabe que sucedió con el ave?, preguntan. El Señor III iba a responder, pero alguien se le adelanta. Entonces calla. Tal vez resultara buena idea no inmiscuirse tanto ni expresarse tan a la ligera. Así que se inspecciona el lustre de los zapatos, se compara la diferencia de largo de las uñas del pulgar y el índice. A los cinco minutos lo llaman.

– Es hora de ver al pajarraco. Espero que la gente de Oriente llegue aquí rápido a esta Isla le hace falta un poco de cordura – comenta para sí mismo antes de perderse de la tarde naranja en el Casino.

PD: El 29 de abril de 1969 el gorrión muerto que le rindieron homenaje como si fuera un general español llega a la ciudad de Matanzas. La escenificación solo es una manera de presentar el suceso de una manera diferente, aunque siempre se pudo dar un diálogo así. Los hechos al respecto del ave son fidedignos. Este texto se redactó gracias a la información brindada por el Ercilio Vento Canosa, Historiador de la Ciudad de Matanzas.