jueves, 5 de septiembre de 2019

Narconovelas: chutéate un poco de píxeles





El otro día me tropecé con un muchacho que en el brazo llevaba un collage de tatuajes. Sin embargo, uno me llamó la atención: una pequeña silueta de Pablo Escobar, con su bigote de brocha y el pelo engominado, en un sitio muy cercano a donde se inyecta la heroína. Entonces sobrevinieron las preguntas. ¿Qué motivos llevaría a alguien a llevar en la piel, como un resguardo contra los malos augurios, a un narcotraficante?

Enseguida pensé en las narconovelas. Este género consiste en una serie de productos comunicativos en los que se reproduce el mundo del narcotráfico y que ha ganado popularidad en América Latina, en general, y en Cuba para ser más específico. Entre ellas se encuentran algunas como El señor de los cielos, La reina del sur, El cartel de los sapos.

Todas ellas tienen tramas y sistemas de personajes parecidos. Sus argumentos giran alrededor de carteles y sus turbulentos negocios de venta de estupefacientes, disputas entre bandas por espacios en el mercado clandestino y vendettas personales.

Sin embargo, en estos productos los valores y anti-valores se intercambian. La crueldad se confunde con fortaleza. Ordenar la muerte de un pobre periodista que escribió un artículo sin inmutarse y luego arrojarlo a las calles para que los despedacen los perros callejeros- una triste realidad en países como México - se entiende como una muestra de poder.

Otra dicotomía de las narconovelas es que, normalmente, los gánsteres profesan un fuerte sentido religiosos, hecho en el que interviene que los países de origen de las seriales  posean una larga y fuerte tradición católica. Entonces existe una dicotomía entre los valores que pregona la iglesia, recogidas en las tablillas que le entregó Dios a Moisés en el Monte Sinaí (NO MATARÁS, NO ROBARÁS) y las acciones de los protagonistas. Entonces terminarán de enterrar en una fosa común su última víctima y luego irán al bautizo del sobrino.

Así se conforma un código de conducta con un acentuado componente heteropatriarcal (casi siempre la mujer se concibe como una Barbie amante o en rol de santísima madre o hermana, sin poder de decisión alguna), donde es más fuerte quien tenga más grande el arsenal y el valor se mide en centímetros cúbico de testículos; sin embargo, la familia toma un lugar preponderante al igual que las relaciones de amistad. Paradójico en verdad.

Muchos espectadores no críticos, de alguna manera, se identifican con estos estereotipos, los asumen como propios, y los vuelven arquetipos. Tal vez alguno de ellos sueñe con pararse en el portal de su casaquinta mientras se fuman un largo puro y las cadenas de oro macizos amenacen con provocarle una tortícolis, y observar como sus trabajadores cosechan sus plantaciones de coca, mientras vigilan unos guardias armados con UZIs y AKM y vestidos con camisas de ginga.   

El tema del crimen organizado está presente en la gran pantalla y en la chica hace más de nueve décadas. En estos momentos me viene a la cabeza la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola, películas de culto. Más recientemente se destacan los seriales norteamericanas Los Sopranos y Breaking Bad, consideradas por la crítica y el público entre las mejores series de todos los tiempos.

Sin embargo, estos como otros tantos son productos con un alto grado de realización; donde el objetivo es mostrar la realidad del bajo mundo y no ensalzarlo. No promueven a los anti-héroes a héroes o superhombres como las narconovelas. 


Aquellos que se chutean su buena cantidad de pixeles de capos y espadas (rifles de asalto, cocteles molotov, sería más correcto escribir), como el muchacho que lleva a Pablo Escobar en el hombro deben tener cuidado sobre cómo se apropian de los mensajes que transmiten estas series. El problema no es que los consuman, sino de que lo hagan con una postura reflexiva.