miércoles, 23 de junio de 2021

James Bond y la participación ciudadana

 

 You only live twice (Solo se vive dos veces) es un filme de los años 60, perteneciente a la franquicia de James Bond con Sean Connery como protagonista. No es la gran película, más bien puro entretenimiento: chicas Bond que derrochan sex appeal, bolígrafos granadas y otros gadgets, dry martinis, mezclados, no agitados; en fin, lo usual. Sin embargo, hay un fragmento que me llamó la atención.  

El agente 007 se encuentra atado a una silla. Una femme fatale le apunta con una pistola a la cabeza. Él, acostumbrado a estas situaciones de vida o muerte, está tranquilo. Sabe que tiene a su favor sus encantos de macho alfa. Comienza a conversar con su captora. Su labia es tan contundente que ella lo libera. La escena termina en que el espía más famoso del mundo le desabrocha el cierre del vestido a la mujer y dice “Las cosas que hago por Inglaterra”.

Esta frase me puso a pensar y de ahí surgió una pregunta. ¿Qué debemos hacer nosotros por la Isla, por Cuba no por el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte que también es un archipiélago? ¿Cómo podemos ayudar a crear la nación más justa posible?

James Bond es un personaje ficticio. La realidad no posee el glamour del cine y para ayudar al país no es necesario usar trajes de etiqueta o desmantelar organizaciones internacionales ultrasecretas; en verdad lo que se necesita es ser ciudadanos más proactivos y pensar que la sociedad en que vivimos es una construcción colectiva, un contrato social, como plantearía Roseau.

Más allá de contribuir a la economía del país, o prestar auxilio ante la crisis epidemiológica provocada por la irrupción de la covid-19, quisiera referirme a un asunto más específico: la participación ciudadana en los diversos espacios de diálogo. En Cuba estos existen con la intención de darle a la población la oportunidad de compartir sus preocupaciones o aportar ideas. Pueden hallarse dentro de organizaciones políticas, gremiales, comunitarias. Hay un sistema diseñado en el cual todos poseen acceso a un podio desde donde expresarse.

Quizás varios piensen que estos espacios se encuentran viciados por prácticas burocráticas que los vuelven tediosos y que, como no es cine, no podemos editar los momentos aburridos. Puede ser que también conciban que a veces el acta de la reunión posee más valor que la reunión en sí;  que lo importante es “cumplir” con un cronograma, con unas indicaciones o que la toma de decisiones ocurre de manera descendente, de arriba hacia abajo, y no ascendente y por tanto el criterio de uno no vale nada, mero protocolo.  

En verdad esto último puede suceder o, por lo menos, dar la idea que es así. El sistema debe someterse a constantes correcciones para evitar los anquilosamientos, las rupturas entre las masas ( los soldados rasos, los de a pie, la colectividad) con las instancias superiores. No resulta posible una transformación, una actualización si no participamos en los debates, si los encuentros los conforman un orador y cincuenta personas que lo único que los diferencia de los maniquíes es que de vez en cuando parpadean, es decir conciben todo desde una postura pasiva y acrítica

La abulia, el desencanto, el “no me voy a meter en eso que al final es por gusto”  resultan más nocivos que la burocracia, porque le dan paso a que esta última ande, o mejor dicho desande a sus anchas.  Solo a través de la confrontación se avanza y lo dice Marx, no yo; por ello no podemos temer a buscarnos problemas, a abrazar ideas nuevas mientras estas sean en provecho de vivir en la sociedad más plena posible.

A diferencia del título de la película de la que se habló al principio del texto solo se vive una vez y como escribiría Alejo Carprentier solo en El reino de este mundo podemos generar el cambio. La participación ciudadana se vuelve una cuestión esencial en el funcionamiento de cualquier país, sobre todo uno con un sistema socialista que busca la igualdad para todos.

domingo, 20 de junio de 2021

Mil usos del papel periódico (Resumen)

 


 Para que los pomos con refresco de polvito Toki de los niños no se calienten antes de la hora de receso. Para limpiar de las vidrieras las huellas de las palmas de aquellos que se apoyan en ellas con el objetivo de detallar los maniquíes con vestidos de bodas. Para crear un estado de opinión acerca de los precios de la entrada a las funciones de Las Sílfides.

Para que la sangre condensada que se resbala por las javas de nylon, que no son más que bolsas de leche rasgadas por uno de los bordes donde se guarda la carne de la casilla, no te manche las manos. Para no pincharte con los ramos de rosas y en vez de ensuciarte con la sangre ajena de pollos criados en granja, no te manches con la tuya propia y no tengas que chuparte el dedo y degustes tu propio sabor a plomo. Para criticar al último bateador, del último inning, del último juego que se poncha.

Para protegerte de lloviznas, donde sobre el papel cae la lluvia y sobre ti tinta que se desliza por tu cuerpo y, entonces, te imprime en tu frente que la cooperativa más cual cumple su plan de hectáreas salvadas de marabú; en tu abdomen, el comentario del último asentamiento israelí en la frontera palestina; en tus muslos el resurgimiento como abuela cariñosa de aquella bailarina de cabaret que se alimenta de las fotos en sepia de cuando en su espalda colgaba un abanico gigante de plumas de pavo real; en tu espalda, la historia de un grupo de supremacistas blancos en Texas que salen a las calles armados con M16; en tus brazos, el testimonio del último grupo de jóvenes que entran a la zona roja.

Para que tu pantalón aguaclaras no se ensucie al sentarse en los quicios polvorientos de las aceras. Para cuando se pierden los papeles de colores confeccionar las cadenetas que se enganchan desde una lámpara hasta el mural de la emulación de un Centro Pesquero. Para tapiar las ventanas de los carros que se chapistean y, entonces, si entras en el vehículo, te encontrarás dentro de una máquina del tiempo; no importa hacia donde desvíes la vista porque hallas explosiones de coches bombas de hace diez años, campañas de vacunación,  de hace de tres; asambleas de rendición de cuentas, de hace veinte: el tiempo te rodea, te atrapa, te extravía.

Para confeccionar piñatas de Papier Mache con la efigie de un Spider Man bizarro y deforme o un Rayo McQueen con carrocería de Moskvitch. Para envolver intimas que con discreción y aspaviento se ocultan en el fondo de los cubos de basura del baño. Para contestar las quejas de todos los salideros de todo el mundo, de todos los mundos, este y los paralelos. Para que las losas del piso no se te embarren cuando te aburriste del color salmón de las paredes de tu cuarto.

Para cuando te percatas que desenrollaste el último tramo de papel sanitario. Para rellenar los zapatos que te quedan dos números más grandes. Para completar las copas de los ajustadores. Para aburrirte. Para no aburrirte. Para cuando te sientas solo. Para cuando no te sientas solo. Para buscarle las erratas. Para pasarle por encima con la vista. Para guardarlo como recuerdo. Para leerlo. Para botarlo sin leerlo. Para…

sábado, 5 de junio de 2021

Una doctora en la ribera del río

 



 

La mañana de la vacunación sobra la butaca hay dos vestidos: uno rojo y otro amarillo. Mi mamá no puede decidirse cuál de los dos usará. Primero elige el rojo “da buena suerte” me dice “¿Por Santa Bárbara?”, le pregunto aún medio dormido. “Entonces el otro mejor. La Caridad que es mi virgen”.

Mi mamá trabaja de médico de familia desde el principio de los 90 en un consultorio a dos cuadras del río San Juan. Sus pacientes han construido segundas, terceras plantas, se han casado, se han divorciado, han permutado de barrio o de país y mi vieja se me pone vieja detrás de su buró.  Muchachos a quien ella les hizo la captación de embarazo a las madres ahora vienen a pedir un chequeo médico para sacar la licencia de conducción. 

Encima del vestido se coloca la bata que tiene ese olor cálido, como a pan recién horneado, de que se planchó hace poco. Lleva puestos dos espejuelos, el de ver de cerca y el de lejos, uno en el puente de la nariz y el otro en el cabello como cintillo. En ocasiones la he visto intercambiarlos de sitios según lo que tenga que hacer. Incluso, a veces, se coloca uno encima del otro, como bifocales, y sus ojos se notan como algo lejano, como cuando buscamos un guijarro en el césped al usar de catalejo una botella vacía.

Después viene la transformación en cosmonauta: ponerse los dos nasobucos y la máscara antisalpicaduras. “Hay que protegerse. No se sabe quién pueda tener el virus y ayer hubo doce (diez, ocho, tres) fallecidos” recita ella con ese fatalismo que le resulta tan propio a las madres. Agarra su maletín negro tan abultado que parece que en cualquier momento explotará en una metralla de certificados médicos, recetas, hojas de cargo e historias clínicas rellenadas con su letra que parece escritura cuneiforme de algún pueblo que nació a las orillas de un río sagrado hace miles de años.

Siempre vivir encima en el segundo piso de un consultorio ha sido una experiencia curiosa. Como mi casa y el puesto médico comparten el mismo número de teléfono a veces algunos pacientes llaman y cuando les digo que mi mamá salió, ellos se hacen los suecos y empiezan a explicarme que tienen tal o más cual síntoma para que yo les diagnostique “Disculpe no soy doctor”, tengo que pararlos. Casi siempre cuando niños nos identifican como "Juanito, el hijo del albañil" o "Noelito, el hijo del ingeniero". Yo siempre he sido "el hijo de la doctora". Solo después que me busqué mi propia profesión, pude librarme a medias de ese mote.

Desde hace semanas ella arregla el consultorio con ese perfeccionismo por el orden y la limpieza que a veces me hace sospechar de un posible Trastorno Obsesivo Compulsivo leve ( aunque creo que todos los hijos tienen pensamientos parecidos con respecto a sus madres): buscó banderas de Cuba, me hizo podar los arbustos de flores de papel, de tanto haragán pulió las lozas del suelo, reacomodó las habitaciones para volverlas una sala de espera para quienes vayan a recibir Abdala, un área de observacion por si tienen una reacción adversa y otra para colocar la inyección.

Está a punto de comenzar la intervención sanitaria. En la sala de espera mi mamá le explica a un grupo de pacientes (más que eso son sus amigos, sus compinches, sus cómplices) que si tienen la presión alta no podrán inyectarse y que luego deben estar una hora en observacion. Ella agrava la voz para darle a sus palabras la seriedad que el momento solicta y yo que tomo fotos sonrio desde una esquina. Su tono de voz es más suave, como cuando malcria a la decenas de mascotas abandonadas que ha llevado para la casa antes que ni siquiera se pensara en una Ley de Bienestar Animal o como cuando le dice a un niño que abra la boca bien grande para comprobar si tiene placas en la garganta.

Vienen tiempos ajetreados para ella por todo el esfuerzo que significa a la  intervención sanitaria, pero sé que los superará con la misma voluntad con que logró criar a un hijo que nació en el momento más crítico del periodo especial, con que ha soportado el dolor de todos sus pacientes.  Mi mamá le pide fuerza y abundancia a la Virgen de la Caridad y yo le pido fuerza y abundancia a mi madre.