viernes, 30 de abril de 2021

La historia no puede ser un Krim-218

 

 

En los últimos tiempos el mundo del audiovisual cubano ha tratado de crear productos más atrayentes para comunicar la historia nacional. Alguno de estos proyectos, por sus guiones innovadores y su factura cuidada, lograron lo que cientos de iniciativas intentaron pero fracasaron: obtener la venia de los críticos y, lo más importante, del público. Entre los más recientes de ellos se encuentra la serie Lucha contra bandidos (LCB) o la película Inocencia.

Creo que el éxito de ambas se debe sobre todo al enfoque que le otorgaron a la dramaturgia y a la construcción de los personajes. No constituyen el relato de mártires marmóreos, seres que por sus virtudes rayan a la perfección, porque casi siempre esa perfección luce tan inalcanzable para el ciudadano común, como tú o yo, que suena a falsedad cuando nos hablan de ella.

En vez de este elogio a la heroicidad, cuentan las peripecias de hombres con conflictos internos, a quienes les correspondió vivir épocas turbulentas y que debieron imponerse a sus instintos bajos, a sus dudas, a sus miedos, y alzarse para estar a la altura de su tiempo. La guerra nunca es pura, inocente o higiénica, sino sucia, grotesca y desorganizada. Creo que uno de los rasgos más fidedignos de LCB se encuentra en mostrar esta verdad. Ningún ejército, sin importar la justeza de la causa que defienda o lo disciplinado que sea, se libra de las complicadas dinámicas humanas. Son soldados, no autómatas, tienen familias, encrucijadas morales, ambiciones.

El uso como inspiración de los libros de cuentos "La guerra tuvo seis nombres" y "Los pasos en la yerba", de Eduardo Heras León, un repertorio de historias de la rutina, el entrenamiento y la lucha de los milicianos, además del empleo de hechos reales traducidos al lenguaje televisivo, logró el equilibrio justo entre la realidad y la ficción en dicha serie, y ahí radica su triunfo. 

La historia no es como un Krim-218 que se observa invariablemente en blanco y negro, donde todo se reduce al conflicto maniqueísta de héroes contra villanos. Sobre las consecuencias de dividir la conducta humana en solo dos porciones irreconciliables, el escritor inglés G. K. Chesterton escribió: “El mal es tan malo que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno que, junto a él, hasta el mal resulta explicable”.

La película Inocencia, por su parte, logró crear empatía entre sus protagonistas y el público. El fusilamiento de los siete estudiantes de Medicina es un hecho conocido por todos; pero cuando se analiza en los diferentes niveles de enseñanza lo rodea la frialdad de lo factual, de lo escolástico. Te lo aprendes de memoria por si te aparece en una prueba. Cuesta comprender el drama humano que se esconde detrás de la impasible página del libro de texto.

El largometraje, con dirección de Alejandro Gil y guión de Amilcar Salatti, provoca que nos sintamos identificados con esos alumnos que pudieran haber sido tú, lector, o yo o cualquiera. Es tan así que, aunque todos dominamos el desenlace: la ejecución y la búsqueda de redención para sus colegas, de Fermín Valdés Domínguez, nos mantienen pegados a las butacas del cine o de la casa, porque el desarrollo dramático queda en un segundo plano y las diversas interacciones de sus personajes, sus sufrimientos, sus pasiones, sus crueldades toman su lugar bajo el foco reflector.

Más atrás en el tiempo también existen ejemplos de audiovisuales que lograron contar la historia de manera efectiva. Hace poco retransmitieron Clandestino, de Fernando Pérez, y no fueron pocos los que en las redes sociales citaban algunas de sus líneas de diálogo o la elogiaban. No obstante, utiliza la fórmula de enseñarnos personas y no estereotipos de héroes, y por tanto cada desgracia de ellos duele en carne propia.

De la magia de Fernando Pérez también nació Martí: el ojo del canario, una relectura de la niñez y adolescencia del Apóstol que, en vez de ser un compendio de anécdotas con moralejas, se convierte en una historia de aprendizaje, donde el protagonista, según los obstáculos que vence y las personas con que interactúa, conforma una cosmovisión sobre su realidad y define sus valores morales.

En un mundo que cada día va más aprisa en la tecnoautopista de la modernidad, y el presente se encuentra tan repleto de entretenimientos, sean banales o didácticos, el pasado no puede volverse una trivia, un cúmulo de información relegado a algún oscuro rincón del cerebro. Tenemos que sentirlo vivo. Lo audiovisual en estos momentos constituye uno de los soportes que más audiencia posee, por tanto, su poder de convencimiento, de legitimación, resulta mayor, y ese potencial no se puede perder en futilidades.

La historia no cambia, uno puede profundizar en ella a través de lecturas e investigaciones y hallarle enfoques diferentes. Sin embargo, los hechos están tallados en granito, a pesar de que los códigos y soportes comunicativos sí varían con las épocas.

Por ello es tan importante la manera en que se comunica, porque perdemos su capital simbólico a mano de la falta de creatividad, de la letra o la imagen muerta, del miedo a lo humano. Si algún día olvidamos de dónde y de quiénes venimos, entonces nos transformaríamos en seres desarraigados, como todo aquel que renuncia a la memoria colectiva.

 

miércoles, 28 de abril de 2021

El adelanto y el atraso

 

 

La palabra “adelanto” en la semiótica popular cubana hace referencia a aquellos que avanzan hacia un estatus que el imaginario social considera superior: del bohío al penthouse, del campismo popular al hotel cinco estrellas, de la Thaba Cuba a la Reebok, de la mortadella al jamón Serrano, de la potasa al Pantene. 

Su contraparte, “el atraso”, antónimo lingüístico y cotidiano, significa un retroceso a un estado menos favorecido por el ojo y la lengua ajena: de la ciudad a la aldea, de Varadero al vado del río, de la malta al sirope. Todo ello depende de percepciones construidas que se han mantenido en el tiempo y, aunque varias han quedado atrás, otras se mantienen, sobre todo las negativas, que casi siempre llevan consigo expresiones peyorativas.

Abel Prieto, en su novela El vuelo del gato, hace referencia a este fenómeno en la conversación de unos amigos, que analizan su vida y la de sus conocidos a través de la dicotomía del “adelanto” y el “atraso”. Uno de ellos, Freddy Mamoncillo, al hablar de la historia de sus padres, cuenta lo siguiente:

“En el ámbito ‘religioso-espiritual’, en el ‘étnico’ y en el ‘social’, Ñico, un ‘pichón de haitiano’, negro entre los negros y albañil sin empleo fijo, con aquella cabeza erguida, altiva, erizada de pelo malo y de quién sabe cuántas creencias salvajes traídas a Cuba por sus ascendientes, debía ‘adelantar’ junto a ella, junto a Charo, que era blanca entre las blancas y dependienta, no en una bodega ni en un timbiriche de tres por quilo...”.

Cuando una “negra” se empata con un “blanco”, siempre hay quien dice por lo bajo, a veces hasta por lo alto, porque al final los códigos de conducta se lo permiten, que está “adelantando la raza”. Desde una percepción errónea, lo afrocubano se concibe como el retroceso. Por ello el pelo “malo”, la pasa, el estropajo, el estambre se considera un marcador del “atraso”, siempre inferior al “bueno”, al lacio, al chino, al que chorrea por la espalda.

Estas concepciones poseen un carácter histórico. El origen de la civilización, según las verdades aprehendidas se encuentra en Europa, todo lo demás es periferia, “área verde”.

El blanco caucásico o latino es el prototipo de belleza y éxito, aunque toda la gloria del Viejo Continente se construyó a través de la explotación de los nuevos continentes. Dicha ideología prendió en sus colonias, donde aquel que más se parezca en su fisionomía y fisiología al antiguo conquistador poseerá mayor ventaja a la hora de abrirse paso en la sociedad.

Por ello a parte de esa suerte de rejuego con la genética, cuando vamos a percibir la belleza en los afrocubanos lo hacemos a través de los códigos de los caucásicos: narices respingadas, buenas para el frío de los Alpes, no las chatas que nacieron de las altas temperaturas del África; rasgos finos de eslava y no facciones más escarpadas y redondeada.

Entonces cualquier método que se emplee para atenuar estos rasgos se percibe como un “adelanto”, una aproximación a un status quo y al final no son más más que códigos históricos construidos sobre nociones erróneas.

Las voces “atraso” y “adelanto”, desde un punto de vista lingüístico, denuncian concepciones que se interseccionan con el racismo y la xenofobia. Tales posturas vuelven al sujeto un objeto que la sociedad evalúa y categoriza según criterios infundados y que no deberíamos permitir que se propaguen o que lo hereden las generaciones venideras.

Yo, por mi parte, suscribo las palabras de Abel en su novela: “Los códigos estéticos del futuro —dijo— darán cabida en su seno a todas las narices, a todos los colores, a todos los pelos, y será la raza universal, fruto del más completo y definitivo mestizaje”. 

martes, 27 de abril de 2021

Todas las patas en el aire: Ley de Bienestar Animal en Cuba


 Un marco jurídico que pautara el cuidado de los animales en Cuba resultaba un pedido de los animalistas cubanos desde hace varios años atrás. Todas las patas estaban en el aire – me robo el título de un libro de cuentos de Rafael de Águila – en espera de que el gobierno legislara sus peticiones. 

El mayor trasiego sobrevino en el proceso de reforma constitucional. Durante el análisis popular del proyecto de Carta Magna, varios ciudadanos solicitaron dicha ley aunque la llamaban de Protección y no de Bienestar. Sin embargo, aunque parezca una nimiedad semántica dicho remplazo, en él viene incluido todo un cambio en la concepción y aplicación de la Ley: el primero concibe a los animales como seres independientes al hombre con sus derechos propios; mientras que el segundo, asume la interrelación que existe entre fauna y sociedad.

Hace unos días, después de casi un mes que se anunciara, se publicó el documento donde se encuentra la Ley de Bienestar Animal. En él se recoge de manera detallada los derechos de los animales y las obligaciones de las personas que deban tratar con ellos, tanto sea por su labor, por necesidad o empatía. Más allá de la satisfacción de una lucha que llega a feliz término, no podemos olvidar que aún queda por lograr lo más importante: su correcta ejecución, en un primer momento, y luego como un macro motivo, eliminar cualquier manifestación de maltrato o violencia hacia los animales.  

Como se planteó con anterioridad, la interrelación del hombre y los animales resulta un punto importante del documento. “…la salud humana y la sanidad animal son interdependientes y están vinculadas a los ecosistemas en los cuales coexisten”, define el mismo.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que mientras los primeros lo que poseen son hábitos e instintos de supervivencia, las personas sí se encuentran sujetos a otras variables que condicionan sus comportamientos como la economía y la cultura; y la Ley ipso facto no modificará estas dos variables.

El Decreto necesita para su correcta aplicación un andamiaje institucional que no existe o que no es funcional, por ejemplo un sistema de clínicas veterinarias y acceso a medicamentos económicos como vacunas, antibióticos y desparasitantes. Estas constituyen necesidades fundamentales, explícitas en el documento, para el cuidado de las mascotas.

También pide que estos últimos para transitar por la vía pública posean un chip, una collar, un solapín que los identifique y en el caso de los perros, si son de mediano o gran tamaño, un bozal. Pueden parecer menudencias, pero estos son implementos que en Cuba no sobran  y que no existe la costumbre de emplear.

Con respecto al manejo de las poblaciones de animales callejeros, también en el texto se estipula una serie de acciones a tomar que necesitan estar respaldadas por una infraestructura bien engranada y con una logística adecuada. La coyuntura económica por la que transita el país en el momento no facilita que se empleen recursos con este propósito.

El hombre se acoge a una serie de prácticas que imponen su contexto social, geográfico y cultural. Transformarlas no resulta un proceso sencillo, porque muchas de ellas se encuentran bien arraigadas dentro del subconsciente colectivo; incluso, algunas pueden llegar a ser ilegales, sin embargo se les entiende como moralmente correctas. La existencia de una legislación no significa el subsecuente cambio de dichas costumbres.

Ahí quizás radique uno de los mayores retos de la Ley de Bienestar Animal la transformación para bien de dichas prácticas. Para ello, más allá de la imposición de sanciones se debe realizar una labor constante de educación y así tal vez las generaciones del futuro no compartan nuestros vicios y deslices de consciencia. A la vez puede ser un atenuante en lo que se crea y perfecciona la infraestructura necesaria para la correcta aplicación. Todas las patas deben mantenerse en el aire, como muestra de que la lucha solo ha ganado uno de las batallas, pero que todavía queda muchas por vencer.

miércoles, 7 de abril de 2021

Historias de la tripanofobia ( miedo a las inyecciones)

 

 
La tripanofobia es el miedo irracional a las agujas e inyecciones. En estos momentos en que que el país entero cabe en un jeringuilla, las historias de los tripanofóbicos se multiplican de un lugar a otros: esos que hay que darle terapia para que permitan que los inyecten o aguantarlos para que no tiemblen como una gelatina ante la visión de la aguja. A través de mi historia he conocido personas que palidecen al solo mencionar la palabra vacuna.
 
Vivo en un biplantas. En la primera hay un consultorio médico y en la segunda mi casa. No resulta extraño que a media mañana escuche por las ventanas el grito de un niño asustado ante la visión de la jeringuilla y a una madre que lo consuela al decirle que no duele, que es como una picada de mosquito, para que la enfermera pueda vacunarlo.
 
Incluso, algunas veces, cuando bajo a alcanzarle algún fajo de recetas o un legajo de historias clínicas a mi mamá, la doctora del consultorio, observo a adultos que tiemblan cual gelatina cuando sienten el frío algodón en el brazo como prólogo del pinchazo.
 
A cada rato en la escuela primaria nos anunciaban que vendrían unas señoras para inyectarnos. En dichos momentos de tensión, todos se miraban a los ojos en búsqueda de una señal de miedo en los otros. Si la hallaban, resultaba inevitable la burla, el “chucho”, como una manera de ocultar el temor propio.
 
Cuando nos pedían que formáramos una fila para comenzar el proceso, todas las miradas estaban fijas en la mueca de quien le tocara el turno. Era una prueba de valor. Recuerdo que cuando vacunaron a uno de mi aula, alguien le preguntó si le había dolido.
 
En vez de contestar, hizo el gesto universal para demostrar fortaleza: subió los brazos y los dobló. Había olvidado lo reciente del pinchazo y del hueco de la herida salió un chorro de sangre que le manchó la manga de la camisa.
 
Otros sí padecían verdaderos ataques de pánico. Desde que por la puerta del aula entraban las enfermeras, se ponían del mismo color blanco almidonado de sus uniformes. Entonces se comían las uñas, masticaban las punta de la pañoleta, la goma de los lápices.
 
Cuando el personal médico colocaba el instrumental encima de una mesa, se levantaban del asiento, se pegaban a la salida de la habitación para tener una ruta de escape lo más próxima posible.
 
A algunos cada vez que le acercaban la jeringuilla retrocedían, como un juego de los “agarraos”. Me contaron, porque dicha reacción nunca la atestigüé, que existieron quienes huyeron despavoridos y no pararon de correr hasta estar a varias cuadras de la escuela.
 
Muchos llevamos la marca de las vacunas. Hondonadas, rasgaduras, agujeros en la piel, casi imperceptibles para quienes no seamos nosotros mismos; pero están ahí, al igual que las cicatrices de cuando aprendes a montar bicicleta o a trepar muros o matas de mango. No obstante, sí las segundas son solo recuerdos personales, indicios de historias individuales; las primeras, son colectivas, una marca país, una marca mundo.
 
Dentro de poco una nueva se incorporará a las antiguas y nos regalará un relato para que, cuando miremos hacia atrás, concibamos del período pandémico solo como otra historia más que contar. La tripanofobia no puede deternernos.