viernes, 26 de abril de 2019

La cruz del puente y el río



Uno tarda una vida para conocer su ciudad. Con el tiempo te percatas que siempre caminaste por los mismos senderos, que doblaste por las mismas esquinas, que te resguardaste en los mismos portales; por ello cada vez que chocas con un lugar nuevo te asalta una profunda alegría, porque al descubrirlo te apropias de otro pedazo de ella y la sumas a tu propia geografía. El puente peatonal que en un costado del barrio de la Marina une la zona de Matanzas con Versalles, fue uno de esos sitios con los que tropecé a destiempo.

Una amiga me llevó en una ocasión tarde en la madrugada. Mientras perseguía con la vista el Yumurí, esa serpiente de agua negra que nace en el valle y muere en el mar, el adjetivo más apropiado que se me ocurrió para describir el paisaje fue místico. Girones de niebla flotaban sobre su superficie y un poco más arriba, muy cerca de su desembocadura, se reflejaba una luna llena, gema preciosa en la cabeza de la serpiente.

- El río parece muerto.- comentó ella. Miré hacia los lados y observé a unos pescadores que dormitaban sobre la baranda mientras aguardaban que algún pez extraviado sacudiera sus redes, observé a un vendedor de pan que empujaba una bicicleta con sus grandes cajas a los lados por el estrecho paso, y entonces me pregunté qué significaba que el río estuviera muerto. Unos meses después ella partió de viaje por Europa con muchas probabilidades de no volver.

Desde entonces cada vez que algún visitante aparecía por mi periferia, siempre lo llevaba al puente peatonal, aunque no fuera de las locaciones más publicitadas, o quizás sea por eso mismo, porque entre más turística sea una locación pierde un poco de su pureza.    

La mística del lugar creció en mi interior porque leí la leyenda de la india Coalina y el joven Nerey que se quisieron tanto que por culpa de una maldición rajaron una montaña y así surgió el abra; también, aunque esta me pareció un poco ridícula, que la palabra Yumurí venía de la frase españolizada “yo morí” que decían los aborígenes al lanzarse desde los despeñaderos para no soportar los maltratos de los conquistadores.      

Por sorpresa mi amiga regresó, por allá las cosas no le fueron como esperaba y otra vez nos encontramos en el puente por la madrugada. Esta vez no había niebla, ni pescadores, ni panaderos, ni viento siquiera, solo una calma sobrecogedora.

- Río, ¿por qué no te mueves? Tú y yo hicimos un pacto. Ciudad si yo regresaba tú tendrías que cambiar en algo, aunque sea en algo pequeño.  

Me sorprendió tanto aquello que no le respondí nada; pero ahora, con el transcurrir del tiempo, se me han acumulado las ideas.

Amiga, tú que cargas con esa cruz de río y puente, te digo que la ciudad sí se transforma y no solo por los nuevos edificios y las manos de pintura, sino porque uno crece y la ve con ojos diferentes y al gorrión le salen las alas.