viernes, 26 de febrero de 2021

Pello: rumba y mercurio


 

Pello tiene unas manos inmensas en comparación con su cuerpo que la máquina de diálisis ha consumido casi por completo o con respecto a otras cualquieras, como las mías o las del bicicletero que vende ajo, ají y cebolla y que pasa frente a la puerta ahora; grandes como las de Oggún, el orisha herrero, al que se consagró cuarenta años atrás, gigantescas como alguien que tocó rumba tanto tiempo que se fusionó con su instrumento y que le hace afirmar “Yo soy el tambor”.

“Nací y me crié en una ciudadela donde se practicaban todo tipo de religiones. Ensayaban comparsas, grupos de guaguancó, se hacían plantes de ñañigos. Todos los muchachos cuando abrían los ojos lo que veían eran esas cosas. Yo chiquito hacía mis boberías, tú sabes, era un poco travieso y embelequeros y a los 13 años por primera vez entro en un grupo para tocar el tambor batá de manera profesional”.

Estamos en su casa en el barrio de Pueblo Nuevo, el mismo en que nació hace 78 años atrás. Nos rodean los santos y sus ofrendas: para que abran caminos, para que mantengan la cabeza clara, para citar a la buena fortuna. Pello está sentado en una butaca encima de unas mullidas almohadas que amortiguan el dolor de sus viejos huesos y articulaciones. Su esposa Julia Zulima nos acompaña desde el sofá pendiente a cualquier necesidad de su marido como hace desde que enfermó, casi dos décadas atrás.

Pedro Pablo Tápanes es un percusionista, aunque quizás esta palabra le suene a él demasiado académica  y prefiera rumbero, un vocablo más natural, más de quien disfruta la música como fue en los principios del hombre: un festejo para pedirle abundantes lluvias e hijos sanos a los dioses.

“Si te dijera que yo he estudiado música, te estuviera engañando, porque, por ejemplo, yo practicaba solfeo, pero una vez cada seis meses y eso no es así; todo lo que yo tengo es espíritu. Nunca me guié por un papel ni nada”.

“Ahí mismo en la ciudadela hicimos un conjunto  que se llamaba Guaguanco Neopoblano que luego sería Afrocuba”. Junto al grupo, uno de los más representativos de la música tradicional cubana, conquistó los  barrios de la gente que le gusta sentarse en los quicios a ver la vida pasar, porque no soportan la inmovilidad de las casas. Además se apoderaron de los espacios de violines y estolas, como el Teatro Sauto, los que construyeron sus ancestros, pero que se les vedaba por no considerar a sus cantos herejes arte, quizás por su poder hipnótico sobre el cuerpo. Ellos también llevaron estas misas negras, esta liturgias de la afrocubanidad a gran parte del mundo. 

 “A todos los lugares a donde yo llegaba, siempre investigaba las raíces folclóricas del lugar para después montarlas aquí. Hemos contribuido mucho y pienso que todo era por un deber con Cuba, con nuestra cultura”.

“Esa es su vida.. tocar”, afirma Julia Zulima con un gesto nostálgico, porque ella antigua bailarina de Afrocuba en muchas ocasiones bailó al son de las manos de Pello. “Déjame enseñarte unas fotos”, dice y se pierde en un pasillo rumbo al interior de la casa.

Ahora los periplos de Pedro se reducen a los traslados en taxi desde su casa hasta la sala de diálisis del Faustino Pérez tres veces a la semana, no obstante aun le quedan sus recuerdos, esos a los que accede sin visa, sin aeromozas que recitan una y otra vez donde se encuentran las puertas de emergencias del avión.

Dentro de su memoria es un ser ubicluo: puede estar en cualquier lugar y en todos a la vez con solo cerrar los ojos. Parpadea y arman una rumba a las una de la mañana en una calle del Bronx. Parpadea y se encuentra en Italia donde imparte clases y descubre que es mentira eso de que los “yumas” no tienen ritmo. Parpadea y está en Miami y le informan que deben suspender el concierto porque los grupos anticubanos amenazaron con colocar una bomba en la tarima.

“Yo he viajado por el mundo entero y mira que me ofrecieron dinero para que me quedara, porque tú sabes que cuando llega un rumbero bueno a los Estados Unidos la gente le faja; y mira que a mí me fajaban, y yo aquí”.

“Uno, al final, quiere este pedacito. Déjame explicarte una cosa. Allá se vive muy bien, pero también con un peligro muy grande. Ahora mismo aquí la puerta está abierta y estamos seguros, pero allá cualquier gracioso para el carro frente a la casa y te cae a tiros sin que hayas tenido ningún problemas con ellos”.

Dicen que Chano Pozo, el bongosero que introdujo los ritmos afrocubanos en los Estados Unidos, podía tocar rumba al golpear el piso solo con sus manos. Yo observo a Pello y pienso que él haría brotar un guaguancó de los adoquines de la Plaza de la Vigía, un yambú al diente de perro de la Playa de la Caridad, una columbia a los escalones del Balcón de Jaureguí.

Nosotros le sacábamos sonido a cualquier cosa, lo que en estos momentos no puedo hacerlo”, me comenta Pello un poco “gallito”, como si desafiara a cualquiera que lo contradijera; al final él es el tambor. Julia Zulima en ese momento aparece del interior de la vivienda con un álbum de fotos entre las manos como los que habitan el fondo de los escaparates y cómodas de cualquier familia cubana.

Hace cerca de una década que Pedro no puede tocar. La esposa cuenta que hace 18 años atrás empezó a dolerle la cabeza y la espalda. En el hospital cuando lo sometieron a un ultrasonido, encontraron mercurio en sus riñones. Entonces le diagnosticaron una intoxicación nefrótica.

Ella misma me explica que antes había mucho desconocimiento y poco acceso a los médicos y que cuando las personas padecían un empacho le daban a tomar azogue. Rompían un termometro y echaban una gota en una cuchara.

“Mi tía también tuvo un empacho y le dieron mercurio. Se curó del empacho, pero se murió del riñón. ¿Qué pasa? El azogue no se elimina y se queda en el organismo. Entonces eso fue tupiendo y tupiendo el riñón y al cabo de los años, ya viejo, se vino a saber. Imagínate que ni la máquina de la diálisis ha sacado, eso”, explica.   

El mercurio y el intenso tratamiento, casi dos décadas de diálisis, han desgastado a Pello y provocado una artrosis que le otorga a su caminar cierto movimiento robótico. “Él está encamado y tres veces por semana hay que casi cargarlo para que baje el quisito y se monte en el taxi”, me explica Zulima, mientras me alcanza el album para enseñarme fotos de él antes que le aparecieran los primeres síntomas de la intoxicación. Es un mulato fornido, alegre, que viste camisas guarabeadas y le cuelgan del cuello cadenas con grandes dijes.

Está con las manos en vilo encima del tambor, como si en cualquier momento empezara a calentar el cuero, como si la rumba fuera inminente. Una sensación parecida me embarga ahora, cuando lo observo aunque no esté tan fornido y que las anquilosadas articulaciones no le permitan tocar: en cualquier momento irrumpirá en esa pequeña casa los ritmos del monte, de los solares, de las cuarterías, del puerto, del cañaveral, una música sensual y de resistencia. 

  

“Ojalá pudiera tocar. Para demostrarles una vez más quién es Pedro”, me dice de repente. Quizás la presencia del álbum y pensar en los toques de santos, los viajes, la estancias en hoteles de Varadero, los carnavales, capturados dentro del álbum le despertaron la nostalgia. Yo pienso que el mercurio le envenenó las entrañas, pero no la voluntad; y cuando observo esas inmensas manos me digo “él tambor es él”.  

jueves, 4 de febrero de 2021

El archivo pandémico de Matanzas

 




 

En los barcos de los primeros conquistadores de Cuba, junto a los espejos que se cambiarían por pepitas de oro o aves exóticas de pomposo plumaje vino la viruela. Esta es la primera epidemia de la que se posee constancia en los terrenos donde luego floreció la ciudad de Matanzas.

Hoy en día que le tememos más a los microbios que al napalm, una revisión a los archivos pandémicos, por llamarlo de alguna manera, nos permitirá hallar coincidencias asombrosas y datos escabrosos relacionados con los diferentes brotes de enfermedades bacterianas o virales en la historia de la ciudad.

La urbe de San Carlos y San Severino se funda en 1693, cerca de pantanos que se formaban en los alrededores de la bahía y en las riberas de los ríos. Desde esa fecha hasta mediados del siglo XVIII por las condiciones de insalubridad diferentes pandemias causaron estragos: la influenza, la escarlatina, la rabia. Entre los años 1761 y 1770 la fiebre amarilla sola, provocó que la población de la ciudad quedara en un mínimo de 495 habitantes.

A partir de 1830 todas estas enfermedades palidecen ante la aparición de la más letal de todas: el cólera, cuyo brote ocurre en marzo de 1833 y se alarga hasta mayo. Fallecieron en tan corto período 15000 personas.

“En Cuba no ha habido una epidemia peor. En veintitantos días Matanzas perdió un tercio de su población; al extremo que colapsaron los cementerios”, explica Ercilio Vento Canosa, Historiador de la Ciudad de Matanzas.

Tomás Romay, considerado el primer higienista de Cuba, afirmó en su tiempo que el clima de la Isla con sus aires salubre impedirían que la enfermedad surgida en la India y que provocaba que el alma se te escapara por la boca se expandiera por la tierra caribeña. La escasez de tumbas y los cientos de presidiarios que debieron utilizar para cargar cadáveres demostrarían su error. Durante los inicios de la Covid algunos argüirían un criterio parecido, cuando esperaban que el calor evaporara el virus del Sarc – Cov 2.

No obstante, el padecimiento que con más constancia aparece en los archivos resultaría el dengue con presencia desde la conquista hasta la actualidad con picos en diferentes años. De ellos, el más importante ocurrió durante la Guerra Necesaria en el contexto de la reconcentración de Weyler y el posterior bloqueo de la ciudad por el ejército estadounidense en la guerra Hispano- cubana- norteamericana. Los miles de campesinos hacinados en portales y calles de la ya llamada Atenas de Cuba sirvieron de carne de cañón por su pésimas condiciones higiénicas y su nulo acceso a la atención médica.

La fiebre amarilla en la segunda mitad del siglo XIX también cobraría innumerables víctimas. Entre 1875 y 1879 a causa de ella hubo 80 fallecidos por cada 10 mil habitantes. La erradicación de dichos males comenzaría con el descubrimiento por parte del científico cubano Carlos J. Finlay de la fuente de trasmisión de ambos: el mosquito Aedes Aegypti.

Ya arribada a la centuria que signaron la creación de Hollywood y el asalto al Palacio de Invierno, los padecimientos que  más afectarían a la ciudad serían la difteria y la fiebre tifoidea. Por lo menos hasta la década del 30 cuando en el Reino Unido, Sir Alexander Fleming creara a partir del hongo penicilium la penicilina, el primer antibiótico utilizado con amplitud en medicina. 

Este fármaco asestaría un duro golpe a las enfermedades de origen bacteriológico. Sin embargo, los humanos adquieren su capacidad de adaptación de la naturaleza al igual que muchos de estos males que mutaron y se necesitaron antibióticos más potentes para contrarrestarlos; para algunos, incluso entrado en el siglo XXI, aún no se conoce cura.

La gripe española, una pandemia con la que se ha comparado con el nuevo coronavirus por su alta trasmisividad y letalidad, también arribó a las faldas del Pan de Matanzas.

El Covid 19 en la actualidad ya acumula un gordo legajo de hojas en el archivo pandémico. Si queremos que este no se engrose más a base de nuevas víctimas mortales, necesitamos entender los recurrentes llamados de atención de la historia.