lunes, 24 de diciembre de 2018

Tremendo hueso



Esta noche, encerrado en mi casa, me siento como Pablo Neruda describió a los gatos: “un pequeño tigre de salón”. Veo un poco de televisor. Tomo agua. Me mancho los dedos al hojear el periódico. Me rasco. Me estiro. Me paro en la puerta; pero la calle está tan desolada como el ártico. Al final me tiro en la cama y cierro los ojos en búsqueda del salto temporal del sueño; pero no llega. Antes de arañar las paredes, de destripar los cojines, agarro el teléfono y llamo al primer número que me viene a la mente.

- Vamos a hacer algo hoy.

- ¡Ñooo! Tengo hueso.- solo los matanceros entenderán esa respuesta lapidaria.

El hombre primitivo, al vivir en comunidad, se cansó de llamar los objetos al señalarlos con el dedo. Entonces ante la necesidad de comunicarse, se desarrolló el lenguaje. Luego el asunto se complicó porque había cosas que los ojos no captaban: los dioses, el tiempo, el amor.

En diapositivas consecutivas de miles de años se inventó el papel en China; el dinero, en el Oriente; la imprenta, en Alemania. En este mundo, ruina de la torre de Babel, cada vez que se complejizaba el pensamiento y la inventiva humana se creaban nuevas palabras: rueda, guerra, mercancía.

Cada región posee sus términos endémicos, aunque comparta idioma con un continente o un país, porque nace del desarrollo histórico y cultural de la zona. Dicha variación nombra un fenómeno originario o resalta una cualidad preponderante del sitio. En Matanzas- un poco de bombo y platillo para resaltar lo que sigue- resulta el HUESO.

Según los libros de anatomía, el hueso es un tejido firme, duro y resistente que forma parte del endoesqueleto de los vertebrados. El origen de la nueva etimología la desconozco, porque hasta ahora nadie ha explicado el componente óseo de la diversión.

Con el uso recurrente de la palabra en el vocabulario, llamémoslo de guagua y pan de flauta, para no decir cotidiano, comenzaron las desviaciones semánticas de la misma: huesú, huesudo, y otras que dependen de la creatividad del interlocutor.  

Preocupa el arraigo del término. Su surgimiento denuncia un fenómeno, en algún punto de la historia local, que requirió su uso al no bastar la mente cerrada de los diccionarios. Su estiramiento a través de los años denuncia la concepción de que este territorio, la bota geográfica con tacón de ciénaga, la habitan personas apáticas, inermes, que flotan, como globos, por encima de la rutina.

No continuemos esa lógica. No permitamos que el muermo se apodere de nosotros. Demostremos que aquella que se nombra por el primer acto de rebeldía en la Isla y que en el siglo XIX brilló por ser centro de las artes le haga honor a su tradición, a su legado. En este nuevo año que se aproxima pongámosle ganas a la vida.     

Como diría Silvio Rodríguez la rutina es nuestra más tierna enemiga. Esa noche nerudiana por antonomasia, después que la última opción murió al teléfono para combatir el “hueso”, en una batalle secular contra el calcio escribí este texto, suerte de conjuro, de resguardo que ahora comparto con ustedes. 

martes, 18 de diciembre de 2018

Mataperros asalta trenes



Cuando chama los socios del barrio improvisamos una liga de pelota. Cada tarde íbamos para un pequeño descampado con cinco o seis guantes, amasijos de material sintético con esparadrapo, un bate de madera abollado y una pelota con las costuras tan sueltas que parecía una naranja a medio pelar.

El terreno que escogimos como estadio se llama el Matasiete. Queda a la orilla de un río, cerca de dos puentes: el Azul, parte de un viaducto nunca terminado, y el giratorio, mole de hierro que en el siglo XIX giraba, disculpen la obviedad, sobre una base de piedra para que las barcazas navegaran río arriba. Por este último, en ese entonces y en la actualidad solo transitan trenes, casi siempre provenientes de los centrales azucareros.

En algún punto de esas jornadas beisboleras, cuando en la lejanía se escuchaba el murmullo de plomo del tren, perdíamos interés en el juego. Todos observábamos con fijeza el Giratorio porque unos niños trepaban por los travesaños de metal a los costados de la estructura.



Pasan la locomotora, tres o cuatro vagones cerrados, tal vez de pasajeros, y los muchachos bien pegados al hierro como imanes de refrigerador. Por fin aparecen los vagones sin techo y entonces saltan hacia ellos. Por un momento los vemos en el aire hasta que caen dentro de las grandes cajas.

En ese instante los socios del barrio y yo corríamos para acercarnos a las vías. Comenzaba la lluvia de azúcar sin refinar, unos terrones, porosos y duros que lanzaban desde los vagones y nosotros recogíamos entre la yerba. A “rajavoz” vitoreábamos a esos valientes que nos recordaban a los vaqueros de las películas del oeste que se apoderaban de los trenes en movimiento al sujetarse a una barandilla en el último segundo.

Un día en la escuela primaria comenzó a correr una bola: uno de los niños salteadores calculó mal y terminó entre las ruedas y los rieles. Eso me dio un buen bajón de ánimo; porque al final la noticia resultó verdadera y se volvió algún tipo de leyenda-cuento de miedo para traviesos.

El Giratorio aún está ahí y de vez en cuando aún contemplo a un “mataperro” en lo más alto en espera de su turno para lanzarse en clavado hacia el río u otro en la base de piedra con su nylon de pescar entre las manos; pero nunca más hubo ningún asalta trenes.                

Monedas al aire



No hay “aleia acta est”. La suerte no está echada. Por ello, introduces la mano en el bolsillo. Los dedos descienden despacio. Primero rozan el pañuelo húmedo por las tantas veces que limpió el sudor de tu frente, con una oscilación de derecha a izquierda y viceversa, como el limpiaparabrisas de esa guagua que te exprimió como una colcha de trapear.

Bajas un poco hasta toparte con las llaves. Tus yemas palpan sus irregularidades. Tú, dios, que acaricias los picos de una cordillera. Recuerdas que esa es una copia. La original se rompió en el llavín la semana pasada, recién salida de cerrajero, y a esta ya le encontraste una sospechosa torcedura.

Luego das con el peine, con un poco de caspa, colocado en posición vertical, y tus dedos bajan por los dientes como una escalera. Con la mano libre, aquella no aprisionada por la tela del pantalón, te tocas el pelo. Necesitas un buen corte: a cada rato debes soplar ese mechón que se empecina en taparte el ojo y ya las patillas alcanzan la mandíbula. Diez pesos más.

Encuentras la cartera. Fabricada de ese material que con el uso parece la tierra cuarteada donde antes se elevaba una selva tropical. Calentamiento global. Lluvias ácidas. Buldócer. Motosierras. No te detienes mucho tiempo. Te desagrada escuchar los gritos azules y solitarios del único billete de veinte pesos, preso en confinamiento.

Alcanzas el fondo. Ahí está la moneda, el disco díscolo. Haces tenazas con la punta de los dedos y la subes, pasa por el lado de la billetera, de la llave, del peine, del pañuelo hasta que lo sacas de la caverna de mezclilla.

- ¿Martí o estrella?- te preguntan.

- Martí- respondes. 
 
El peso macho gira en el aire, una y otra vez, hacia arriba impulsado por la fuerza de mi brazo, hacia abajo, por la gravedad. No te preocupa el resultado; porque ya lo sabes: siempre saldrá Martí.