lunes, 1 de marzo de 2021

Animales fantásticos matanceros y dónde encontrarlos

 

 

Los animales le otorgan a las ciudades cierta energía cinética (vida = movimiento). Cuando caminas de la casa al trabajo y te pones a saltar de raya a raya sobre las baldosas de las aceras, porque crees que si no lo haces el muermo apagará el switch de tu cerebro y te dejará en modo catatónico off, un buchón que vuele por encima tuyo, como una mota de polvo en los cristales de los espejuelos, puede salvarte de la desesperación. Solo lo miras hacer rayones en el cielo y te sientes feliz, porque te recuerda que todo no está programado, cronometrado, ajustado en planes en quinquenales y recomendaciones de los nutriólogos y oficiales de tránsito.

Debe ser triste habitar un lugar donde no existe la adrenalina de que mientras caminas distraído por la calle, quizás intentes recordar cuándo aprendiste a abrocharte los cordones o a qué sabe la cola, un perro saque el hocico por los entresijos de una reja e intente morderte los bajos de los pantalones y tú saltes hacia la calle. Esos pequeños momentos que nos indican que no estamos muertos del todo, que nos queda todavía, por lo menos, ese instinto de supervivencia animal.

Todos los reinos necesitan un señor y si la noche es un reino, entonces los gatos son su rey. Desde los techos, las azoteas, las barbacoas, los muros, sus ojos como destellos (fosforescentes, dorados, violáceos) miran la nocturnidad transcurrir. Vigilan, juzgan, reclaman desde la altura. Son juez y parte de tus andanzas, y cuando tus planes se hacen añicos maúllan de felicidad, porque son las criaturas más nihilistas en el Patio de Dios. Una noche citadina sin gatos no es una noche citadina, solo una parodia de una noche citadina.

Matanzas tiene sus buchones, sus perros al acecho y su corte de gatos como Indianápolis o Bogotá; mas, también por ella rondan otros animales que en la psiquis social, en el imaginario colectivo han transfigurado la carne-carne por la carne-leyenda. Criaturas que te permiten empezar un tema de conversación, que te regalan historias para contar en sobremesas, bares y colas para comprar detergente.

El manatí

Una noche sentado en el muro de Narváez, le comenté a unos amigos de fuera de la ciudad que de vez en cuando en el  San Juan entraba un manatí. Ellos asombrados se dedicaron a escrudiñar las porciones del río a la vista para buscarlo. Cada vez que observaban una mancha sospechosa me decían que eso era el manatí y yo que no, que en esas aguas esa silueta lo mismo podía ser un Grim 218 que alguien había lanzado a las profundidades que un banco de nerviosos peces. 

  

El manatí es un presagio de buena suerte, no lo encuentras así como así. No se le puede llamar con el pensamiento, no se le puede invocar. Es otro capricho de la naturaleza como las lunas rojas o los días cuando llueve con el sol afuera. Sin embargo, ahí radica su encanto: en la atemporalidad, en no saber cuándo aparecerá. Atraviesas el puente de Tirry y observas que la gente contempla de codos en la baranda una sombra en el río. Unos solo esperan que saque la cabeza o la cola, para comprobar que no es solo eso, una sombra, sino algo real, tangible, apapachable con esa fisionomía de matrona fofa; otros, sacan fotos que después le enseñarán a sus amantes, familias o conocidos.  

Quizás en ese entonces debí explicarle eso a mis amigos, pero al final me pregunto, “para qué”. Era mejor dejarlos así, a la pesca de la maravilla. Los seres con la carne- leyenda poseen ese encanto: el de poder salvarte en noches de asueto.

Las clarias de Tirry

En Tirry si los monárquicos gatos dominan las alturas nocturnas, los pecesgatos reinan en lo subterráneo. En las aceras existen boquetes que dejan al descubierto los canales de los aguas albañales. Cuando uno se asoma a alguno de ellos no resulta raro encontrarse a una claria que nada con movimiento bamboleante contra la corriente.

Algunos niños, de los que llaman mataperros, los que aman el churre y la libertad de ser niños, se dedican a su pesca. A veces descubres un  grupo de tres o cuatro que rodean el agujero. Uno de ellos sostiene un hilo de pescar y un anzuelo (si no tienen aparejos profesionales, basta con un cordel y un alambre) en espera que el pez muerda la carnada de pan o de mapos que buscaron en alguna charca cercana.

Los notas concentrados como si esa fuera la única manera de que se estén quietos y no anden por ahí en tiroteos imaginarios o en refriegas medievales donde una escoba es un mandoble. Ellos inauguraron una nueva modalidad de pesca: la pesca en cemento, porque que tal vez las calles no son más que eso: un mar de cemento en calma chicha. Cuando los atrapan es probable que los  liberen en la alcantarilla de nuevo, porque no tienen nada que hacer con un pezgato entre manos. El placer está en el proceso de captura, no en la presa.

Las clarias dominarán los reinos subterráneos de esta avenida de poetas quizás como un recordatorio que la vida fluye por todos los planos de la realidad.

Los totíes del Parque de la Libertad   

En 1963 se estrena el largometraje The Bird del director norteamericano Alfred Hitchcock. En ella los pájaros del poblado Bodega Bay,  cercano a bahía de San Francisco, comienzan a enloquecer y apoderarse de la ciudad. Si el apodado rey del suspenso visitara el Parque de la Libertad en la noche, se encontraría una escena más hitchcockiana que cualquiera grotesca creación de su hiperactiva y siniestra imaginación.

A partir de las seis o siete de la tarde nubes negras comienzan a aparecer por encima de las fachadas de los edificios que rodean la céntrica plaza. Poco a poco, toman su lugar las aves en las ramas de los árboles como si estos, por un milagro, florecieran solo en la noche y cuando llegara el amanecer quedaran desnudos de nuevo; en un ciclo infinito.

Los totíes que no son totíes, pero que todos llaman así, brillan de lo tan oscuro de su plumaje por encima de las cabezas; sin embargo, como si quisieran crear un contraste, con su excremento salpican las losas debajo. Aquel que pasee por esas áreas marcadas por ellos, corren el peligro de ver ensuciada su ropa que  si vas vestido de blanco la mancha son negras, y si vas de negro entonces, blanca. Cuando llueve un aroma peculiar se apodera del lugar. Una amiga  describió este olor de la manera más exacta posible: “huele a pollero mojado”.

Sus graznidos que en un primer momento poseen el tono y el ritmo necesario para inducir la locura, con la costumbre se vuelven ruidos vitales, un sonido que rompe la nulidad sónica de una ciudad que se va a dormir con los créditos de la telenovela brasileña. En algún momento talaron gran parte de los árboles del parque y ellos se quedaron sin perchas donde descansar y emigraron a sitios cercanos: los alrededores de la catedral, la ceiba del Parque de la Rueda e, incluso, la Plaza de la Vigía. Entonces sí pareció que deseaban apoderarse de la ciudad, tapar la luz de Matanzas al abrir sus alas, como en la película de Hitchcock.

La lechuza

Siempre que haya oscuridad, debe existir la luz como contraste. Si la primera son los totíes que cuando abren sus alas parecen que se tragaran la ciudad, el rol de la segunda le corresponde a las lechuzas.

Cuando uno hace estancia en los bancos del parque, no resulta extraño percibir de repente que un rayón blanco, como si fuera un haz de luna, cruza el cielo. En picada cae sobre la copa de los árboles y escinde la oscuridad de las aves que se acicalan sobre las ramas.

Los totíes vuelan despavoridas lejos del cazador luminiscente que rara vez no se lleva una víctima entre sus garras, como si fuera un trozo emplumado de noche. Algún nerd que ande por los alrededores podría decir, ilusionado, que es Hedwing, la mascota de Harry Potter, que cambió los grises cielos ingleses por el cubano, más límpidos. Los otros transeúntes solo se quedarán deslumbrado ante el caos que revolverá sus monotemáticas rutinas. Quizás los más metafóricos piensen que es un augurio de que incluso, en la noche más cerrada siempre habrá, aunque sea, un rayo de esperanza.

Una madrugada encontré el cadáver de una lechuza en uno de los senderos de del parque de la catedral. Pensé que esa era una señal de que se acercaban épocas difíciles. El cerebro a veces trabaja con esas asociaciones ilógicas, pero que toma como verdades inapelables. Durante par de día andé cabizbajo, con la mirada cosida en la punta de los tenis, hasta que una noche volví a ver el rayón blanco que caía en picada. Parece que nunca hubo una sola de ellas, sino varias que se turnaban para cazar. Entonces entendí que la luz no muere, sino que se multiplica. 

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