jueves, 25 de marzo de 2021

El hombre orquesta

 

 

A Yunier me lo he encontrado en la Terminal de Ómnibus donde con su percusión intenta irse por encima del ronroneo de los motores de las Yutong interprovinciales y los camiones de boteo. He coincidido con él por las cuadriculadas de calles de Pueblo Nuevo donde sus ritmos se superponen a las bocinas de los bicitaxis donde se reproducen los últimos éxitos del “reparto” o en el Parque de la Rueda donde lucha a brazo partido contra el bafle que retransmite una y otras vez mensajes que instan a la gente a  lavarse las manos con soluciones hidroalcohólicas.

Una mañana lo observo caminar por un Paseo de Narváez desierto y sin un mínimo de sombra que lo proteja del sol que a esa hora derrite los adoquines como helado de chocolate. Va solo, como siempre, concentrado en su música. Tal vez no le importe en ese instante la ausencia de público, sino romper el silencio que el calor vuelve denso como el alquitrán. Esta idea de intentar ahuyentar la soledad a golpe de timba, hace que me acerque a él para hacerle unas preguntas.

“Déjame subir un poco este changüí para poder hablar bien”, me dice, mientras se acomoda el nasobuco.

Yunier Fernández Olano cada día va ciudad arriba, ciudad abajo. Cualquiera que camine por ella ha tenido que chocar con él alguna vez, como si fuera una presencia ineludible, algún tipo de hombre que con la constancia se ha vuelto omnipresente “Yo voy desde la Playa, por mi casa, hasta aquí, Matanzas centro; a veces subo hasta el Flamboyán, por allá por el René Fraga.

Este señor que usa ropas raídas y holgadas que le ondean como una bandera alrededor de su cuerpo flaco ha vuelto su arte una proeza física. Cuentan que Hemingway escribía de pie como una suerte de desafío contra sí mismo. Yunier, por su parte, camina varios kilómetros cada día, pero no por un reto personal, sino con el objetivo de compartir su música con la mayor cantidad de transeúntes posible: su propia cruzada artística. 

Además casi siempre lleva su instrumento a cuestas, un dispositivo curioso y pesado que le asemeja a un hombre orquesta. “He tenido una gran cantidad, pero todos han sonado diferentes”, me aclara.

El de esa mañana es una plataforma de madera que le cuelga de la cintura gracias a unas correas atadas a sus hombros y pecho. Encima de ella están instalados diferentes aditamentos: panderetas, guayos, cencerros; todos ellos con una confección rústica, pedazos de madera mal aserrada y discos de metal que por lo irregular de sus bordes parecen cortados con desparpajo. Como baquetas emplea unos palos que forra con aluminio o le inserta tornillos para variar los acordes.

“Yo recojo cosas de metal que encuentro por ahí botadas y hago todo esto. Esos son guayos; los otro dos, güiros; eso, un cencerro y aquello, el drum”, me comenta, mientras señala cada parte de su instrumento. “Todo esto sirve para tocar música cubana;  lo que es la función, la timba, el changüí”.

Sin embargo, en varias ocasiones he coincidido con él y no lleva su instrumento encima; no obstante, busca una forma de hacer música. Un día, semanas atrás, me percaté que iba por la misma calle Narváez y chocaba dos pomos de a litro y medio; en otra ocasión lo hallé sentado en el quicio de una cafetería por la avenida de Tirry y con una rama intentaba sacarle una clave cubana a la acera.

“Yo vengo tocando música desde que tengo 16 años. Nací en el 81. Voy para cuarenta el seis del mes siete de este año. Yo nunca pasé escuela de música o de artes plásticas, pero esas cosas nacieron en mí de la nada. Un don que la vida me provocó”, me confiesa con alegría.

Eso me recordó a un amigo polimata de las artes, que de la misma forma que escribe una novela, luego hace una exposición fotográfica o se enrola en un documental y cuando le pregunté que cómo podía dividirse en tantas porciones, me contestó “que lo suyo era expresarse de la manera que sea”. Tal vez a Yunier le sucede eso, lo único que desea es expresarse.

“La música me entretiene, también las artes plásticas. Yo dibujo muchos rostros humanos femeninos, masculinos, lo que quiera pintar en ese momento”.

Tal vez su música no sea virtuosa, pero creo que muchos artistas quisieran tener por lo menos una pequeña fracción de su voluntad, de esa energía que lo hace lanzarse jornada tras jornada y andar y desandar Matanzas.

Al final, la ciudad posee su propia banda sonora: el traqueteo de los puentes de hierro, el quebranto del mar al chocar contra los rompe olas, los aullidos de los perros callejeros en celo, el murmullo de plomo de los trenes. Para los recién llegados pudiera parecer una cacofonía, sonidos sin orden o coherencia, sin embargo, con el tiempo, con la nostalgia, con el apego se vuelve una sinfonía vital y Yunier, el hombre orquesta, el luthier, el artista hemingweyano, se ha vuelto parte fundamental de ella.   

1 comentario:

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