Pello tiene unas manos inmensas en comparación con su cuerpo que la máquina de diálisis ha consumido casi por completo o con respecto a otras cualquieras, como las mías o las del bicicletero que vende ajo, ají y cebolla y que pasa frente a la puerta ahora; grandes como las de Oggún, el orisha herrero, al que se consagró cuarenta años atrás, gigantescas como alguien que tocó rumba tanto tiempo que se fusionó con su instrumento y que le hace afirmar “Yo soy el tambor”.
“Nací y me crié en una ciudadela donde se practicaban todo tipo de religiones. Ensayaban comparsas, grupos de guaguancó, se hacían plantes de ñañigos. Todos los muchachos cuando abrían los ojos lo que veían eran esas cosas. Yo chiquito hacía mis boberías, tú sabes, era un poco travieso y embelequeros y a los 13 años por primera vez entro en un grupo para tocar el tambor batá de manera profesional”.
Estamos en su casa en el barrio de Pueblo Nuevo, el mismo en que nació hace 78 años atrás. Nos rodean los santos y sus ofrendas: para que abran caminos, para que mantengan la cabeza clara, para citar a la buena fortuna. Pello está sentado en una butaca encima de unas mullidas almohadas que amortiguan el dolor de sus viejos huesos y articulaciones. Su esposa Julia Zulima nos acompaña desde el sofá pendiente a cualquier necesidad de su marido como hace desde que enfermó, casi dos décadas atrás.
Pedro Pablo Tápanes es un percusionista, aunque quizás esta palabra le suene a él demasiado académica y prefiera rumbero, un vocablo más natural, más de quien disfruta la música como fue en los principios del hombre: un festejo para pedirle abundantes lluvias e hijos sanos a los dioses.
“Si te dijera que yo he estudiado música, te estuviera engañando, porque, por ejemplo, yo practicaba solfeo, pero una vez cada seis meses y eso no es así; todo lo que yo tengo es espíritu. Nunca me guié por un papel ni nada”.
“Ahí mismo en la ciudadela hicimos un conjunto que se llamaba Guaguanco Neopoblano que luego sería Afrocuba”. Junto al grupo, uno de los más representativos de la música tradicional cubana, conquistó los barrios de la gente que le gusta sentarse en los quicios a ver la vida pasar, porque no soportan la inmovilidad de las casas. Además se apoderaron de los espacios de violines y estolas, como el Teatro Sauto, los que construyeron sus ancestros, pero que se les vedaba por no considerar a sus cantos herejes arte, quizás por su poder hipnótico sobre el cuerpo. Ellos también llevaron estas misas negras, esta liturgias de la afrocubanidad a gran parte del mundo.
“A todos los lugares a donde yo llegaba, siempre investigaba las raíces folclóricas del lugar para después montarlas aquí. Hemos contribuido mucho y pienso que todo era por un deber con Cuba, con nuestra cultura”.
“Esa es su vida.. tocar”, afirma Julia Zulima con un gesto nostálgico, porque ella antigua bailarina de Afrocuba en muchas ocasiones bailó al son de las manos de Pello. “Déjame enseñarte unas fotos”, dice y se pierde en un pasillo rumbo al interior de la casa.
Ahora los periplos de Pedro se reducen a los traslados en taxi desde su casa hasta la sala de diálisis del Faustino Pérez tres veces a la semana, no obstante aun le quedan sus recuerdos, esos a los que accede sin visa, sin aeromozas que recitan una y otra vez donde se encuentran las puertas de emergencias del avión.
Dentro de su memoria es un ser ubicluo: puede estar en cualquier lugar y en todos a la vez con solo cerrar los ojos. Parpadea y arman una rumba a las una de la mañana en una calle del Bronx. Parpadea y se encuentra en Italia donde imparte clases y descubre que es mentira eso de que los “yumas” no tienen ritmo. Parpadea y está en Miami y le informan que deben suspender el concierto porque los grupos anticubanos amenazaron con colocar una bomba en la tarima.
“Yo he viajado por el mundo entero y mira que me ofrecieron dinero para que me quedara, porque tú sabes que cuando llega un rumbero bueno a los Estados Unidos la gente le faja; y mira que a mí me fajaban, y yo aquí”.
“Uno, al final, quiere este pedacito. Déjame explicarte una cosa. Allá se vive muy bien, pero también con un peligro muy grande. Ahora mismo aquí la puerta está abierta y estamos seguros, pero allá cualquier gracioso para el carro frente a la casa y te cae a tiros sin que hayas tenido ningún problemas con ellos”.
Dicen que Chano Pozo, el bongosero que introdujo los ritmos afrocubanos en los Estados Unidos, podía tocar rumba al golpear el piso solo con sus manos. Yo observo a Pello y pienso que él haría brotar un guaguancó de los adoquines de la Plaza de la Vigía, un yambú al diente de perro de la Playa de la Caridad, una columbia a los escalones del Balcón de Jaureguí.
“Nosotros le sacábamos sonido a cualquier cosa, lo que en estos momentos no puedo hacerlo”, me comenta Pello un poco “gallito”, como si desafiara a cualquiera que lo contradijera; al final él es el tambor. Julia Zulima en ese momento aparece del interior de la vivienda con un álbum de fotos entre las manos como los que habitan el fondo de los escaparates y cómodas de cualquier familia cubana.
Hace cerca de una década que Pedro no puede tocar. La esposa cuenta que hace 18 años atrás empezó a dolerle la cabeza y la espalda. En el hospital cuando lo sometieron a un ultrasonido, encontraron mercurio en sus riñones. Entonces le diagnosticaron una intoxicación nefrótica.
Ella misma me explica que antes había mucho desconocimiento y poco acceso a los médicos y que cuando las personas padecían un empacho le daban a tomar azogue. Rompían un termometro y echaban una gota en una cuchara.
“Mi tía también tuvo un empacho y le dieron mercurio. Se curó del empacho, pero se murió del riñón. ¿Qué pasa? El azogue no se elimina y se queda en el organismo. Entonces eso fue tupiendo y tupiendo el riñón y al cabo de los años, ya viejo, se vino a saber. Imagínate que ni la máquina de la diálisis ha sacado, eso”, explica.
El mercurio y el intenso tratamiento, casi dos décadas de diálisis, han desgastado a Pello y provocado una artrosis que le otorga a su caminar cierto movimiento robótico. “Él está encamado y tres veces por semana hay que casi cargarlo para que baje el quisito y se monte en el taxi”, me explica Zulima, mientras me alcanza el album para enseñarme fotos de él antes que le aparecieran los primeres síntomas de la intoxicación. Es un mulato fornido, alegre, que viste camisas guarabeadas y le cuelgan del cuello cadenas con grandes dijes.
Está con las manos en vilo encima del tambor, como si en cualquier momento empezara a calentar el cuero, como si la rumba fuera inminente. Una sensación parecida me embarga ahora, cuando lo observo aunque no esté tan fornido y que las anquilosadas articulaciones no le permitan tocar: en cualquier momento irrumpirá en esa pequeña casa los ritmos del monte, de los solares, de las cuarterías, del puerto, del cañaveral, una música sensual y de resistencia.
“Ojalá pudiera tocar. Para demostrarles una vez más quién es Pedro”, me dice de repente. Quizás la presencia del álbum y pensar en los toques de santos, los viajes, la estancias en hoteles de Varadero, los carnavales, capturados dentro del álbum le despertaron la nostalgia. Yo pienso que el mercurio le envenenó las entrañas, pero no la voluntad; y cuando observo esas inmensas manos me digo “él tambor es él”.