Salgo de la casa a botar la basura; los de
comunales no entran a mi calle y hay que dejar las jabas en la esquina. Estos
momentos del día los agradezco, porque resulta un simulacro de escape a la
prisión domiciliaria por el Covid, huida de una vida de polillas que consiste
en ir de una habitación a otra en búsqueda de dónde posarse. Todo para que las
alas no se te apolismen.
Por unos
segundos observo la calzada de Tirry. La avenida de los poetas: Carilda Oliver
Labra, Agustín Acosta nacieron a sus orillas; pero no pienso en poetas sino en
mi mamá que me grita desde el balcón “No vayas a cruzar la calzada”.
Tendría cinco
años y ando armado con un tirachapas para participar en una guerra a “muerte”
con los niños de la otra cuadra. Miro hacia el final de mi calle y se me antoja
que el mundo acaba ahí, que si sobrepaso ese límite caeré por un vacío como el
de los mapas antiguos que mostraban que la Tierra era plana y la sostenían
cuatro elefantes. Un día mi mamá confió en que miraría hacia los dos lados
antes de cruzar y pude traspasar el fin de mi mundo.
Con los años
atravesé calles y más calles, barrios y más barrios hasta que cree la ciudad a
base de sobrepasar límites, como si nada existiera antes que yo. Con cada paso
aparecía un rent room, un almacén, una estatua con el bronce carcomido por el
salitre, una pared con un letrero de NO ECHAR ESCOMBROS.
En algún
momento de esta exploración urbana – de Colón que esquiva excrementos de totíes
en el parque de la Libertad, Sebastián de Ocampo bojea El Naranjal - me di
cuenta que Matanzas siempre ha estado un poco muerta: como si ya no empañara
los espejos que le colocaran delante de la boca, como si en el pantalla del
monitor cardiaco la últimas oscilaciones desaparecieran de a poco y solo
quedara una gran línea continua; sin embargo, ahora la ciudad sufre una muerte
inducida como el cliché de las películas y libros de aventuras donde le
suministran al protagonista un fármaco que los hace pasar por un cadáver para
engañar a los enemigos: una muerte artificial, una muerte de “mentiritas” en
jerga de infantes.
No es que no
haya transeúntes, los hay y parecen asaltantes de trenes o de bancos de algún western espagueti - en este caso
western congris- por los nasobucos. Recorren la avenida con jabas bajo el
brazo o mochilas. Pienso en crudos inviernos en cuevas de la era neolítica, se
acabaron las reservas de carne de búfalo y se necesita salir a buscar más y
ellos son eso: cazadores del pollo dientes de sable, del aceite salvaje, del
jabón de las estepas.
No son
picnics, sino necesidad; o quizás, en algunos casos, la precognición de la
necesidad: nadie sabe cuánto durará el invierno y antes que se acaben las
provisiones hay acaparar más para tiempos recios que los chamanes de la tribu –
los futurólogos, los profetas urbanos, Nostradamus con un paquete de datos de
600 megabyte - vaticinaron a través del humo de la fogata de 32 pulgadas,
el humo que Mark Zuckenberg creó un día aburrido en Harvard; sin embargo, la
mayoría de las predicciones se basan en presagios inciertos, en fake presagios.
No reconozco a
Tirry sin los automóviles que en los sueños de mi madre destrozaban al niño
armado con un tirachapas que era yo. Ahora no hay necesidad de mirar hacia los
dos lados para cruzarla. Solo transita una Girón con trabajadores cabizbajos o
que contemplan a través de la ventanilla el paisaje como si lo vieran por
primera vez, un moskvich prófugo o un Lada esporádico.
Pongo la
basura en su lugar y en un acto de fe camino hasta la raya blanca que separa
los dos carriles de la avenida: el que viene y el que va, según la perspectiva,
y me quedó ahí, bajo el sol, como en el epicentro de la soledad.
Pienso que
cada vez que lograba escaparme de Matanzas unos días regresaba con la esperanza
de que algún suceso hubiera estremecido a esta urbe impávida: un edificio
nuevo, la “bola” de una bronca tumultuaria, una nueva capa de sargazos en la
Playa de El Tenis; pero no, todo continuaba igual.
Ahora siento
que he extraviado mi ciudad sin irme de ella, como si se me hubiera caído por
un hueco en los bolsillos del short. No sé. Tengo ganas de cruzar el Puente
Giratorio y saltar de viga de madera en viga de madera, aunque el vértigo me
corte la respiración; de sentarme en el malecón del Río San Juan a dar “muela”
toda una madrugada, de guarecerme bajo las musas del techo del Sauto del que
pienso que nos los quitaron demasiado a prisa después de diez años de ausencia,
como si fuera una visión fugaz, un plano a medio hacer con solo para de líneas
descontinuas dibujadas y yo que quería aprenderme cada uno de sus arcos y
vericuetos.
Respiro
profundo. Huelo la amalgama de asfalto sobrecalentado y brisa del mar. Hago la
promesa que cuando todo esto acabé la caminaré desde la frente a la planta de
los pies, como si volviera a ser niño de nuevo, con si no conociera ninguno de
sus barrios, callejones y solares; nada más que un cartógrafo ingenuo y
curioso. Me lanzaré a descubrirla de nuevo -, Magallanes que circunnavega
Versalles, Marco Polo entra a un bar de Narváez y pide un Cuba Libre – y
entonces rezaré por no aburrirme de ella de nuevo, por lo menos en un tiempo.
Siento un
ruido a mis espaldas. Es un Ómnibus Yumurí con un cartel en el parabrisas que
en vez de anunciar su ruta, dice “Para pacientes de alta”. Vuelvo a la acera y
me digo que todo irá bien. Espero
no equivocarme. La ciudad no me defraudará.