lunes, 18 de mayo de 2020

Matanzas: La muerte artificial de una ciudad




Salgo de la casa a botar la basura; los de comunales no entran a mi calle y hay que dejar las jabas en la esquina. Estos momentos del día los agradezco, porque resulta un simulacro de escape a la prisión domiciliaria por el Covid, huida de una vida de polillas que consiste en ir de una habitación a otra en búsqueda de dónde posarse. Todo para que las alas no se te apolismen.    

Por unos segundos observo la calzada de Tirry. La avenida de los poetas: Carilda Oliver Labra, Agustín Acosta nacieron a sus orillas; pero no pienso en poetas sino en mi mamá que me grita desde el balcón “No vayas a cruzar la calzada”.

Tendría cinco años y ando armado con un tirachapas para participar en una guerra a “muerte” con los niños de la otra cuadra. Miro hacia el final de mi calle y se me antoja que el mundo acaba ahí, que si sobrepaso ese límite caeré por un vacío como el de los mapas antiguos que mostraban que la Tierra era plana y la sostenían cuatro elefantes. Un día mi mamá confió en que miraría hacia los dos lados antes de cruzar y pude traspasar el fin de mi mundo.

Con los años atravesé calles y más calles, barrios y más barrios hasta que cree la ciudad a base de sobrepasar límites, como si nada existiera antes que yo. Con cada paso aparecía un rent room, un almacén, una estatua con el bronce carcomido por el salitre, una pared con un letrero de NO ECHAR ESCOMBROS.

En algún momento de esta exploración urbana – de Colón que esquiva excrementos de totíes en el parque de la Libertad, Sebastián de Ocampo bojea El Naranjal - me di cuenta que Matanzas siempre ha estado un poco muerta: como si ya no empañara los espejos que le colocaran delante de la boca, como si en el pantalla del monitor cardiaco la últimas oscilaciones desaparecieran de a poco y solo quedara una gran línea continua; sin embargo, ahora la ciudad sufre una muerte inducida como el cliché de las películas y libros de aventuras donde le suministran al protagonista un fármaco que los hace pasar por un cadáver para engañar a los enemigos: una muerte artificial, una muerte de “mentiritas” en jerga de infantes.

No es que no haya transeúntes, los hay y parecen asaltantes de trenes o de bancos de algún western espagueti - en este caso western congris-  por los nasobucos. Recorren la avenida con jabas bajo el brazo o mochilas. Pienso en crudos inviernos en cuevas de la era neolítica, se acabaron las reservas de carne de búfalo y se necesita salir a buscar más y ellos son eso: cazadores del pollo dientes de sable, del aceite salvaje, del jabón de las estepas.  

No son picnics, sino necesidad; o quizás, en algunos casos, la precognición de la necesidad: nadie sabe cuánto durará el invierno y antes que se acaben las provisiones hay acaparar más para tiempos recios que los chamanes de la tribu – los futurólogos, los profetas urbanos, Nostradamus con un paquete de datos de 600 megabyte - vaticinaron a través  del humo de la fogata de 32 pulgadas, el humo que Mark Zuckenberg creó un día aburrido en Harvard; sin embargo, la mayoría de las predicciones se basan en presagios inciertos, en fake presagios. 

No reconozco a Tirry sin los automóviles que en los sueños de mi madre destrozaban al niño armado con un tirachapas que era yo. Ahora no hay necesidad de mirar hacia los dos lados para cruzarla. Solo transita una Girón con trabajadores cabizbajos o que contemplan a través de la ventanilla el paisaje como si lo vieran por primera vez, un moskvich  prófugo o un Lada esporádico.

Pongo la basura en su lugar y en un acto de fe camino hasta la raya blanca que separa los dos carriles de la avenida: el que viene y el que va, según la perspectiva, y me quedó ahí, bajo el sol, como en el epicentro de la soledad.

Pienso que cada vez que lograba escaparme de Matanzas unos días regresaba con la esperanza de que algún suceso hubiera estremecido a esta urbe impávida: un edificio nuevo, la “bola” de una bronca tumultuaria, una nueva capa de sargazos en la Playa de El Tenis; pero no, todo continuaba igual.

Ahora siento que he extraviado mi ciudad sin irme de ella, como si se me hubiera caído por un hueco en los bolsillos del short. No sé. Tengo ganas de cruzar el Puente Giratorio y saltar de viga de madera en viga de madera, aunque el vértigo me corte la respiración; de sentarme en el malecón del Río San Juan a dar “muela” toda una madrugada, de guarecerme bajo las musas del techo del Sauto del que pienso que nos los quitaron demasiado a prisa después de diez años de ausencia, como si fuera una visión fugaz, un plano a medio hacer con solo para de líneas descontinuas dibujadas y yo que quería aprenderme cada uno de sus arcos y vericuetos.

Respiro profundo. Huelo la amalgama de asfalto sobrecalentado y brisa del mar. Hago la promesa que cuando todo esto acabé la caminaré desde la frente a la planta de los pies, como si volviera a ser niño de nuevo, con si no conociera ninguno de sus barrios, callejones y solares; nada más que un cartógrafo ingenuo y curioso. Me lanzaré a descubrirla de nuevo -, Magallanes que circunnavega Versalles, Marco Polo entra a un bar de Narváez y pide un Cuba Libre – y entonces rezaré por no aburrirme de ella de nuevo, por lo menos en un tiempo.        

Siento un ruido a mis espaldas. Es un Ómnibus Yumurí con un cartel en el parabrisas que en vez de anunciar su ruta, dice “Para pacientes de alta”. Vuelvo a la acera y me digo que todo irá bien. Espero no equivocarme. La ciudad no me defraudará.  

lunes, 11 de mayo de 2020

La crónica endeudada



Tropa, no mentiré. En primer año, cuando entré al aula, pensé que hallaría gente que me hablara de Jorge Luis Borges y de cine lituano, gente con más espejuelos que alma. Sin embargo, encontré un calidoscopio: cientos de formas en que se refracta la luz. Ahora que el cronometro cae en cero y como Claudia afirmó que a mí se me entiende más claro cuando escribo que cuando hablo, redacto esta crónica que es una deuda y una confesión. 



Adelaida, no sé si te acuerdas pero en una clase dijiste que sabías que tus novelones eran malos, pero que tú los consumías para despejar y es verdad, al final, todos necesitan maneras para salirse de este mundo. Por ello después yo sonreía cada vez que hablabas de Enamorándose de Ramón o alguna por el estilo. En Cien Años de Soledad, García Márquez cuenta la historia de una mujer que su risa espantaba a las palomas. ¿Tú y ella serán hermanas de risa?  ¿Por eso nunca vi una paloma por los alrededores del aula?

Aurora, en Historia de la filosofía estudiamos que la mayéutica consiste en el arte de parir ideas. En los seminarios cuando exponíamos detrás de ti es cuando descubríamos que el conocimiento en verdad estaba dentro de nosotros. Nunca averigüé de dónde sacabas tanto libros y documentos raros, pero el día que lo haga, atranca bien el lugar porque me apareceré allí con un maletín para robarme unos cuantos de ellos.  



Dennis, hermano, estoy loco por verte lamer una paletica para decirte “mira que te gusta dar lengua por cinco pesos”, sin embargo tenías razón primero va la metalingüística y luego la metatrancosa. Es de pinga, y uso pinga porque es la palabra más fuerte que se me ocurre, como seguiste con la carrera, aunque tuvieras una niña y para mantenerla te levantabas los domingos en la madrugada para ir a cargar sacos en la feria.  
Náthaly solo deseo que encuentres la llave y el nirvana.

Claudia, cariño, el número de tu teléfono fijo es el sexto que me aprendo de memoria en mi vida. Lo juro. Cuando noto lo rápido que has emigrado hacia la plataforma digital, me concibo como un australopiteco que enciende una fogata al chocar dos piedras. Nietzsche planteó la teoría del eterno retorno y tú que naciste en Santiago, luego viniste para Matanzas y ahora te marchas para La Habana entenderás que siempre se vuelve a los sitios donde se fue feliz, porque irse por completo es como arrancarse un pedazo de vida de un tirón.

Jessica, recuerdo que en la entrevista de las pruebas de actitud estabas preocupada porque iban a preguntar qué le gustaba leer a cada cuál, pero enseguida te decidiste por La muñeca negra, porque trataba sobre el racismo. Tú eres nuestra muñeca negra. Gracias a ti comprendí mucho sobre la cultura africana y sé que en los calderos de tu casa siempre habrá un espacio para el que nos desee mal. Por cierto aún me debes un toque.

Arango y Parreño, leí hace poco que los chinos tienen la costumbre de llamar a la gente como si fueran familia ¿Tú no tendrás ascendencia china por alguna parte, porque con tantos primos y tíos tuyos en la universidad uno se pierde? Me costó mucho adaptarme a tu manía del ombligo, pero, sencillamente, todos tenemos nuestras manías. Enséñame algún día la técnica para tomar cerveza gratis en las discotecas y gracias por la naranja.

Dayán tú tienes propiedades volátiles y yo explosivas; por desgracia, descubrimos eso un poco tarde. Alina, me contaste que te gustaba cantar por un trapo que había en tu casa que, cuando chiquita, al disfrazarte con él, te convertías en artista; nunca olvides a ese trapo ni a nosotros. Andy la densidad sí se mide por palabras y Annia un cambio de fronteras no es un trasplante de corazón, por donde quiera que estén los dos sean felices. Midiala constituye una lástima que nos vieras como una jauría, estoy seguro que tenías bastante que aportarnos ¡Amén!

Tropa, los días después que murió Fidel, atrincherado en mi casa, me di cuenta hasta qué grado la apatía se había apoderado de los jóvenes cubanos. Solo el lunes, en la escuela, cuando leí la crónica de Jessica y dibujamos pésames con tizas en el suelo del parque y nos fajamos con el profesor de inglés porque para él su clase era más importante que el respeto, comprendí que no estaba solo. Muchas gracias.