You only live twice (Solo se vive dos veces) es un filme de los años 60, perteneciente a la franquicia de James Bond con Sean Connery como protagonista. No es la gran película, más bien puro entretenimiento: chicas Bond que derrochan sex appeal, bolígrafos granadas y otros gadgets, dry martinis, mezclados, no agitados; en fin, lo usual. Sin embargo, hay un fragmento que me llamó la atención.
El agente 007 se encuentra atado a una silla. Una femme fatale le apunta con una pistola a la cabeza. Él, acostumbrado a estas situaciones de vida o muerte, está tranquilo. Sabe que tiene a su favor sus encantos de macho alfa. Comienza a conversar con su captora. Su labia es tan contundente que ella lo libera. La escena termina en que el espía más famoso del mundo le desabrocha el cierre del vestido a la mujer y dice “Las cosas que hago por Inglaterra”.
Esta frase me puso a pensar y de ahí surgió una pregunta. ¿Qué debemos hacer nosotros por la Isla, por Cuba no por el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte que también es un archipiélago? ¿Cómo podemos ayudar a crear la nación más justa posible?
James Bond es un personaje ficticio. La realidad no posee el glamour del cine y para ayudar al país no es necesario usar trajes de etiqueta o desmantelar organizaciones internacionales ultrasecretas; en verdad lo que se necesita es ser ciudadanos más proactivos y pensar que la sociedad en que vivimos es una construcción colectiva, un contrato social, como plantearía Roseau.
Más allá de contribuir a la economía del país, o prestar auxilio ante la crisis epidemiológica provocada por la irrupción de la covid-19, quisiera referirme a un asunto más específico: la participación ciudadana en los diversos espacios de diálogo. En Cuba estos existen con la intención de darle a la población la oportunidad de compartir sus preocupaciones o aportar ideas. Pueden hallarse dentro de organizaciones políticas, gremiales, comunitarias. Hay un sistema diseñado en el cual todos poseen acceso a un podio desde donde expresarse.
Quizás varios piensen que estos espacios se encuentran viciados por prácticas burocráticas que los vuelven tediosos y que, como no es cine, no podemos editar los momentos aburridos. Puede ser que también conciban que a veces el acta de la reunión posee más valor que la reunión en sí; que lo importante es “cumplir” con un cronograma, con unas indicaciones o que la toma de decisiones ocurre de manera descendente, de arriba hacia abajo, y no ascendente y por tanto el criterio de uno no vale nada, mero protocolo.
En verdad esto último puede suceder o, por lo menos, dar la idea que es así. El sistema debe someterse a constantes correcciones para evitar los anquilosamientos, las rupturas entre las masas ( los soldados rasos, los de a pie, la colectividad) con las instancias superiores. No resulta posible una transformación, una actualización si no participamos en los debates, si los encuentros los conforman un orador y cincuenta personas que lo único que los diferencia de los maniquíes es que de vez en cuando parpadean, es decir conciben todo desde una postura pasiva y acrítica
La abulia, el desencanto, el “no me voy a meter en eso que al final es por gusto” resultan más nocivos que la burocracia, porque le dan paso a que esta última ande, o mejor dicho desande a sus anchas. Solo a través de la confrontación se avanza y lo dice Marx, no yo; por ello no podemos temer a buscarnos problemas, a abrazar ideas nuevas mientras estas sean en provecho de vivir en la sociedad más plena posible.
A diferencia del título de la película de la que se habló al principio del texto solo se vive una vez y como escribiría Alejo Carprentier solo en El reino de este mundo podemos generar el cambio. La participación ciudadana se vuelve una cuestión esencial en el funcionamiento de cualquier país, sobre todo uno con un sistema socialista que busca la igualdad para todos.