viernes, 27 de diciembre de 2019

…Y Matanzas se muere




La Estatua de La Libertad cansada que le tocaran las tetas, un día recogió sus bronces y se fue 

… Y Matanzas se muere 


Llovió y llovió, y los ríos San Juan y Yumurí se desbordaron y el agua subió por las calles y en las casas flotaban los televisores y los radios soviéticos, y los postrados abandonaron las camas y las sillas de ruedas y por un momento pensaron que volaban.

…y Matanzas se muere

Y la última hilera de casas, las más por encima del nivel del mar, se derrumbó encima de sus vecinas y así, poco a poco y uno detrás de otro, los edificios cayeron hasta llegar a la línea de la bahía; más que catástrofe parecía una reverencia.

…y Matanzas se muere

Varadero cobró vida, se volvió un monstruo gigantesco con brazos Meliá y piernas Paradisus. Tenía mucha hambre y avanzó en búsqueda de alimento. Y se paró a las orillas del Canímar y de un manotazo arrancó la universidad y se la zampó de un bocado; pero no se satisfizo y siguió, y en su estómago sin fondo cayó la Dirección Provincial de Cultura y escuelas primarias y secundarias y empresas y restaurantes. Hasta que no quedó nada más que devorar.

…y Matanzas se muere

Todo empezó por un error. Alguien pensó que el trapo rojo amarrado en la ceiba del Parque de la Rueda estaba dedicado a él y por ello preparó el caldero para el vecino que le tenía ojeriza y este, también se equivocó y le hizo lo mismo al primo con el cual disputaba la casa de la fallecida abuela; y así todos se maldijeron y el ashé se fue.

…Y Matanzas se muere

Los totíes del Parque de la Libertad, cansados de los que les tiraban piedras, llamaron a sus primos, sobrinos, hermanos y el cielo se oscureció por tantas alas negras. Cuando cayeron los primeros excrementos la gente pensó que nevaba. Pasaron los días y la ciudad se ahogó en mierda.

… Y Matanzas se muere

Los poetas muertos abandonaron sus tumbas. Recorrían la ciudad y le recitaban sus poemas a los transeúntes distraídos. Aquellos que se tropezaron con Milanés, se tiraban al suelo donde estuvieran y se quedaban ahí, delirantes, gritaban los nombres de sus primeros amores; los que escucharon a Byrne se inmolaron con la primera bandera que encontraron; los que tropezaron con Plácido se quitaban el cinto y con él se flagelaban con fuertes golpes en la espalda.

… Y Matanzas se muere

Tanto alcohol se bebió aquella noche que no quedó una botella sin destapar. Había filas kilométricas en los sitios oscuros para poder vomitar con pudor. Los peatones tropezaban los unos con los otros porque no pudieron sincronizar sus zigzags. Los automóviles chocaron contra los postes de luz, contra las fachadas de las casas, mientras los choferes aún dormían encima de los timones.


…Y Matanzas se muere

La mujer dormida con sus senos de turgente monte abre los ojos, se incorpora y observa todo desde la altura. Decepcionado vuelve a su siesta

…Y Matanzas duerme hasta la próxima muerte 



Basado en el libro “Sangra por la herida” de Mirta Yañez 

miércoles, 27 de noviembre de 2019

CSI: niños en la escena del crimen




El cadáver estaba ahí aunque nadie más pudiera verlo; le palpábamos la carótida para comprobar el pulso, aunque nadie más pudiera tocarlo; acercábamos la nariz a su boca en búsqueda de alguna pista- cuentan que el arsénico huele a almendras amargas y que solo el 10 % de la población puede olerlo- aunque no tuviera ningún aroma.

Éramos CSI, CECEISES, investigadores de la escena del crimen. Un juego que nosotros inventamos sugestionados por la serie norteamericana del mismo nombre. Todavía, aunque ha transcurrido más de una década y en varias ocasiones haya dirigido mi pensamiento a esos flashbacks, he encontrado un motivo por el cual el programa nos impresionó tanto a mí y a mis compañeros de quinto grado.


Quizás fue un cierto morbo, que en los infantes se confunde con la curiosidad, por la podredumbre, por la violencia – demasiadas veces vimos al Coyote explotar con dinamita marca ACME o cargas mambisas contra un cuadro español en el Elpidio Valdes - o, tal vez, cierto gusto adquirido por la ciencia, por descubrir cómo y por qué funciona el mundo.

El año anterior a que se trasmitiera por primera vez el dramatizado policiaco hubo otra serie que creó furor entre los estudiantes, el Ángel Negro. Iba sobre unos adolescentes mutantes que combatían contra el crimen, tal vez algunos de ustedes – tú o el otro que está detrás de ti recuerde el argumento mejor que yo – lo que sí me viene a la cabeza es la marca distintiva de estos jóvenes que utilizaban trajes de látex negros como sadomasoquistas conservadores, un código de barra en la nuca. Yo vi decena de niños con uno de estos dibujados a pluma o plumón en el cuello, como si cuando le revisaras la nalga dijera MADE IN CHINA.

Un año después comienzan a transmitir CSI, el de Las Vegas, el original, no las copias posteriores, Miami y New York. Era la primera temporada con los protagonistas originales, Grissom, Katherine, Nick, Sarah, no los cambios de reparto en las que se transmitieron a continuación, donde no se sabían quién era quién.

El juego consistía en lo siguiente. Algunos fines de semana nos reuníamos e íbamos hacia algún área pública de la ciudad: el parque René Fraga, el castillo de San Severino. Allí inventábamos un crimen, siempre un homicidio. Decidíamos en que parte se encontraba el cadáver y peinábamos la zona cercana en búsqueda de evidencia.

Con la ayuda de todos armábamos un kit de herramientas para buscar pruebas. Yo conseguías guantes de látex y nasobucos que le pedía a mi mamá que es doctora para no contaminar la escena. Usábamos palillos con algodón en la punta, de los que se emplean para limpiarse las orejas, para recoger muestras de fluidos; para las fibras, un escortey; para las huellas digitales, una brochita de las que usan las mujeres para maquillarse y el grafito de los lápices machucados.  

Entonces si encontrábamos un pedazo de vidrio cerca del “cadáver” decíamos que el occiso regresaba a su casa, cuando lo asaltaron por la espalda. Y para ello lo golpearon con la botella en la cabeza. Frotábamos el palito de limpiar orejas por el vidrio y afirmábamos que sí, que había sangre de la víctima. Agrandábamos más la escena del crimen hasta encontrar el resto del arma homicida – es muy fácil hallar botella de ron o cerveza desperdigadas por ahí – y nos apresurábamos a con la brochita a esparcirle el grafito para buscar las huellas digitales y así poder identificar el asesino.

Desde ahí la investigación seguía. Poco a poco, con menudencias que nos topábamos en el suelo – envoltorios de caramelos, una piedra con una forma rara, un zapato- le inventábamos un antecedente al caso hasta donde nos lo permitiera nuestras mentes infantiles.

Hace mucho tiempo no soy o mejor dicho no puedo ser ese niño que jugaba a CSI en aquel parque. Transité del mundo intuitivo de los niños al racional de los hombres. Ya no me siento millonario por tener 10 pesos y poder comprarme una paletica de chocolate cada día de la semana. Ya la avenida de doble vía por donde pasan trepidantes camiones de boteo que se llama La Furia Roja o el Titanic- en ese nunca me montaría de por sí – no es el límite de mis paseos. Conozco la masturbación y la pornografía; el valor patrimonial de los cementerios y Santa Claus ahora, en vez de ir de rojo por fuera, va de rojo por dentro, y lo llaman Carlitos Marx.

Los adultos que pasaban por nuestra escena del crimen- quienes probablemente su imaginación habría muerto después de terribles espasmos porque se tomaron una botella de ron y no sintieron el olor a almendras amargas que emanaba – solo observarían unos niños agachados en la yerba ¿Quizás el arsénico y la permanencia de la imaginación en la adultez compartan el mismo porcentaje en la población mundial, un diez por ciento? Por ello esta crónica resulta tan importante para darle un RCP a ese niño que espero que el veneno de la madurez excesiva no lo haya matado, sino que solo esté dormido.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El ahogado del río San Juan




En una ciudad rodeada de mar y cortadas por ríos es normal que el agua, aquella que algunos llaman fuente de vida, también sea causa de muerte.

Hay historias de muertes a plena vista, en una playa llena de gente que monta en balsas de tripas de camión, de niños que juegan con la arena de las orillas que es la que más se parece al barro y que luego se lanzan a la cara o quien prueba el tubosnorkel recién sacado de una maleta aún con olor Miami. Otras, por su parte, resultan más silenciosas, ocurren en sitios donde nadie los oye y, casi siempre, los cadáveres aparecen a miles de litros lejos. Esta crónica trata sobre este último caso y va del día en que miré a un ahogado a los ojos.

Regresaba a mi casa a eso de las doce de la noche por el puente de Tirry, un puente que más que cruzarme la rutina, me la crucifica, porque de tanto transitarlo se ha vuelto sagrado, cuando noto un alboroto.

En la normalidad casi todos los que pasan por él agarran la senda que da a la ciudad, porque la otra, la que da al mar, le pone la cara al salitre y este la desgasta mucho y entonces la estructura metálica se oxida y las rejillas que conforman el paso peatonal parecen medio sueltas y da la impresión de que uno, de un momento a otro, caerá en el río.
Por ello me sorprendió que varias personas se juntaran en esa parte, con las manos en los barandales y la mirada hacia abajo. Las cabezas cercenadas por la curiosidad se desprenderían de sus cuellos en cualquier momento. Yo le ofrecí mis manos a la baranda y mi cuello a  la curiosidad, pero no encontré nada. 




- ¿Qué pasa? - Le pregunté a un tipo que estaba al lado mío quien había dejado abandonado su bicicleta, de esas con una caja de plástico amarrada a la parrilla, en un contén por observar.

- Espérate un momento que aún no llega.

Aguardé 1, 2, 3 segundos con la mirada en el río; en el cuarto apareció. El cadáver flotaba bocarriba y se movía con parsimonia, al vals de la corriente del río.  Era un señor mayor, entre los 50 o 60 años, o por lo menos eso creí, y sus ropas no lucían ni buenas ni nuevas. Eso sí, llevaba cosido en el pecho treinta pares de ojos, entre las que se encontraban los míos.

Había escuchado historias de ahorcados en el puente deSan Luis que no habían sido más que performance de un grupo de teatro, pero los músculos de este señor estaban demasiado relajados, o, historias más fantástica y tristes aún, de niños que calcularon mal cuando asaltaban un tren cañero en el puente Giratorio. Sin embargo, para mí esta vez no tenía la sustancia blanda y moldeable de las historias, sino la perdurable de la realidad.      

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y el alma, y eso que nunca he sido de aquellos a quien le ha asustado asomarse a los ataúdes. Pienso que existe una tristeza horrible en morir ahogado, porque, entre las causas de muerte, esa es la que me transmite más impotencia. Cuando nos sumergimos hasta las orejas, de pronto todo queda en silencio, y es como si el mundo se olvidara de nosotros. Y uno boquea y boquea- tal vez por eso no me gusta observar el deceso de los peces- y el oxígeno no llega, hasta que cada músculo se relaja como le sucedió al señor que navegaba tranquilo hacia el mar esa noche.

Oí el sonido de un motor y desde la desembocadura del río apareció una lancha, una tripa de camión con un poco más de presupuesto, con bomberos encima. Uno de ellos iluminaba el agua con una linterna para ubicar el cadáver. Fallaron dos o tres veces hasta que lograron colocarse a su lado y subirlo en el bote. Lo trasladaron hasta una de las riberas del río.

Algunos de los curiosos fueron hacia allá para terminar el morbo de la noche o quizás para no quedarse con solo media parte del hecho o del chisme - que no es nada más que el hecho en sí, real o ficticio, que te permite capturar la atención de futuros oyentes y tener agradables conversaciones de sobremesa-, pero yo había tenido suficiente, así que seguí camino a casa, con un miedo horrible de no poder dormir.          

A los días un bombero amigo mío me comentó que lo más probable es que el hombre fuera un borracho que se sentó a beber solo en el malecón del río, se cayó al agua y de ahí no pudo salir- no se sabe cuánto boqueo o si lo hizo, o si estaba tan alcoholizado que no tuvo ni fuerzas- ; pero, al final, nadie estaba seguro cómo había fallecido. Fue un muerto sin trascendencia. Se volvió, en el mejor de los casos, un comentario de pasillo, aunque nunca superó al último asesinato en una discoteca por un pisotón o a la bola de un prófugo de la cárcel. Con el tiempo se transformó en una leyenda urbana menor hasta que desapareció por completo.