Por su derecha se aproximan unos tenis azules; por su
izquierda, unas sandalias de mujer con el tacón grueso. No le sirven ninguno de
los dos.
Mueve un poco más la mirada a ras del suelo y nota
unos “puntifinos” negros, con la suela tan gorda como los neumáticos de un
camión. El posible cliente a grandes pasos se dirige a uno de los ómnibus
abarrotados. La desilusión no lo abate; de todas maneras, se dice, cuántos
pares de zapatos no transitan por una parada.
- Ahora lo que más se usa son las zapatilla, sobre
todo la juventud, y hasta nosotros las personas mayores andamos en chancleta
por donde quiera.- comenta Argelio Santos Rodríguez – Los zapatos que se
fabrican en la actualidad son de piel sintética que te los pones y enseguida se
despellejan.
Este señor de 76 años se proclama como el único
limpiabotas de la ciudad de Matanzas.
- ¿En verdad es el único?
- Como dice el dicho: yo soy el último de los
mohicanos. En el parquecito al frente de la terminal de ómnibus, hay uno que se
dedica a esta actividad,- defiende con elocuencia su título- pero él trabaja 8
o 10 días, acumula algún dinero y se va para Holguín a ver a la familia.
Su puesto se ubica en un costado del parque de la
Catedral de la ciudad cabecera, en las cercanías de una parada de ómnibus casi
siempre abarrotada. Consta de dos sillas: una alta, invento criollo de cabillas
soldadas, para el cliente y una más baja para él. En el piso, al alcance de la
mano están los enceres: el betún, el cepillo y la tinta.
- ¿Usted carga esa silla tan pesada desde su casa
hasta aquí?
- No. Yo la guardo cerca, en casa de unas amistades
mías y a las siete de la mañana o antes la recojo y vengo para acá, hasta,
aproximadamente, las 11 y media; si me demoro más es porque tengo a alguien
esperando.
- ¿Cómo y cuándo comenzó en este oficio?
- En el año 2009. Un amigo mío era el que limpiaba antes
aquí. Yo, cuando descansaba de mi trabajo en el puesto de mando de la Rayonitro,
venía mucho a conversar con él. Después de mi jubilación, a partir del 2010 o
2012, no me acuerdo bien, él decide retirarse. Habló conmigo por si yo quería
limpiar zapatos. Yo dije que sí. En definitiva eran unos kilos que me iba a
buscar y así mejoraba económicamente. Comencé los trámites y saqué los papeles.
- ¿Alguna vez había hecho esto antes?
- Cuando muchacho, a los 10 o 12 años, en un salón, pero
solo estuve 15 o 20 días. Los precios de aquella época son muy diferentes a los
de hoy: limpiar un par de zapatos costaba 10 kilos; las botas más altas, 20; los
zapatos de dos tonos, un peso y pico.
La circularidad de la vida resulta sobrecogedora.
Quizás Argelio, además de por las finanzas, regresó a este oficio para girar
con saña las manecillas del reloj hasta llegar a la adolescencia.
- Entonces, ¿Cuál es tu tarifa?
- 5 pesos. Atiendo diez o doce personas y gano 40 o 50
y con eso voy tirando. Yo tengo
problemas familiares con mi mujer. Ella está con el mal de Alzheimer. Mi hijo
me ayuda; pero tengo que dedicarle mucho tiempo y dinero. Solo en medicinas
para ella tengo que gastar 60 pesos y para mí, veinte y pico, porque soy
hipertenso.
Los limpiabotas se asemejan a las vasijas de barro,
sin dibujos de dioses, sin incrustaciones de joyas, halladas en las
excavaciones arqueológicas. En un pasado solo las emplearon las personas de
bajos ingresos, pero en la actualidad poseen un halo de exotismo, de tradición
y hasta de identidad. Si tienen dudas pregúntenle a Argelio, el último de su
clase en la Atenas de Cuba.