En una ciudad rodeada de mar y cortadas por ríos es
normal que el agua, aquella que algunos llaman fuente de vida, también sea
causa de muerte.
Hay historias de muertes a plena vista, en una playa llena
de gente que monta en balsas de tripas de camión, de niños que juegan con la
arena de las orillas que es la que más se parece al barro y que luego se lanzan
a la cara o quien prueba el tubosnorkel recién
sacado de una maleta aún con olor Miami. Otras, por su parte, resultan más
silenciosas, ocurren en sitios donde nadie los oye y, casi siempre, los
cadáveres aparecen a miles de litros lejos. Esta crónica trata sobre este
último caso y va del día en que miré a un ahogado a los ojos.
Regresaba a mi casa a eso de las doce de la noche por
el puente de Tirry, un puente que más que cruzarme la rutina, me la crucifica,
porque de tanto transitarlo se ha vuelto sagrado, cuando noto un alboroto.
En la normalidad casi todos los que pasan por él agarran
la senda que da a la ciudad, porque la otra, la que da al mar, le pone la cara
al salitre y este la desgasta mucho y entonces la estructura metálica se oxida
y las rejillas que conforman el paso peatonal parecen medio sueltas y da la
impresión de que uno, de un momento a otro, caerá en el río.
Por ello me sorprendió que varias personas se juntaran
en esa parte, con las manos en los barandales y la mirada hacia abajo. Las
cabezas cercenadas por la curiosidad se desprenderían de sus cuellos en
cualquier momento. Yo le ofrecí mis manos a la baranda y mi cuello a
la curiosidad, pero no encontré nada.
- ¿Qué pasa? - Le pregunté a un tipo que estaba al
lado mío quien había dejado abandonado su bicicleta, de esas con una caja de
plástico amarrada a la parrilla, en un contén por observar.
- Espérate un momento que aún no llega.
Aguardé 1, 2, 3 segundos con la mirada en el río; en
el cuarto apareció. El cadáver flotaba bocarriba y se movía con parsimonia, al
vals de la corriente del río. Era un
señor mayor, entre los 50 o 60 años, o por lo menos eso creí, y sus ropas no
lucían ni buenas ni nuevas. Eso sí, llevaba cosido en el pecho treinta pares de
ojos, entre las que se encontraban los míos.
Había escuchado historias de ahorcados en el puente deSan Luis que no habían sido más que performance de un grupo de teatro, pero los músculos de este señor estaban demasiado
relajados, o, historias más fantástica y tristes aún, de niños que calcularon mal cuando asaltaban un tren cañero en el puente Giratorio. Sin embargo, para
mí esta vez no tenía la sustancia blanda y moldeable de las historias, sino la
perdurable de la realidad.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y el alma, y eso
que nunca he sido de aquellos a quien le ha asustado asomarse a los ataúdes.
Pienso que existe una tristeza horrible en morir ahogado, porque, entre las
causas de muerte, esa es la que me transmite más impotencia. Cuando nos
sumergimos hasta las orejas, de pronto todo queda en silencio, y es como si el
mundo se olvidara de nosotros. Y uno boquea y boquea- tal vez por eso no me
gusta observar el deceso de los peces- y el oxígeno no llega, hasta que cada
músculo se relaja como le sucedió al señor que navegaba tranquilo hacia el mar esa noche.
Oí el sonido de un motor y desde la desembocadura del
río apareció una lancha, una tripa de camión con un poco más de presupuesto, con bomberos encima. Uno de ellos
iluminaba el agua con una linterna para ubicar el cadáver. Fallaron dos o tres
veces hasta que lograron colocarse a su lado y subirlo en el bote. Lo
trasladaron hasta una de las riberas del río.
Algunos de los curiosos fueron hacia allá para
terminar el morbo de la noche o quizás para no quedarse con solo media parte
del hecho o del chisme - que no es nada más que el hecho en sí, real o ficticio,
que te permite capturar la atención de futuros oyentes y tener agradables
conversaciones de sobremesa-, pero yo había tenido suficiente, así que seguí
camino a casa, con un miedo horrible de no poder dormir.
A los días un bombero amigo mío me comentó que lo más
probable es que el hombre fuera un borracho que se sentó a beber solo en el
malecón del río, se cayó al agua y de ahí no pudo salir- no se sabe cuánto
boqueo o si lo hizo, o si estaba tan alcoholizado que no tuvo ni fuerzas- ;
pero, al final, nadie estaba seguro cómo había fallecido. Fue un muerto sin
trascendencia. Se volvió, en el mejor de los casos, un comentario de pasillo,
aunque nunca superó al último asesinato en una discoteca por un pisotón o a la bola de un prófugo de la cárcel. Con el tiempo se transformó en una leyenda urbana menor hasta que desapareció
por completo.