miércoles, 30 de octubre de 2019

El ahogado del río San Juan




En una ciudad rodeada de mar y cortadas por ríos es normal que el agua, aquella que algunos llaman fuente de vida, también sea causa de muerte.

Hay historias de muertes a plena vista, en una playa llena de gente que monta en balsas de tripas de camión, de niños que juegan con la arena de las orillas que es la que más se parece al barro y que luego se lanzan a la cara o quien prueba el tubosnorkel recién sacado de una maleta aún con olor Miami. Otras, por su parte, resultan más silenciosas, ocurren en sitios donde nadie los oye y, casi siempre, los cadáveres aparecen a miles de litros lejos. Esta crónica trata sobre este último caso y va del día en que miré a un ahogado a los ojos.

Regresaba a mi casa a eso de las doce de la noche por el puente de Tirry, un puente que más que cruzarme la rutina, me la crucifica, porque de tanto transitarlo se ha vuelto sagrado, cuando noto un alboroto.

En la normalidad casi todos los que pasan por él agarran la senda que da a la ciudad, porque la otra, la que da al mar, le pone la cara al salitre y este la desgasta mucho y entonces la estructura metálica se oxida y las rejillas que conforman el paso peatonal parecen medio sueltas y da la impresión de que uno, de un momento a otro, caerá en el río.
Por ello me sorprendió que varias personas se juntaran en esa parte, con las manos en los barandales y la mirada hacia abajo. Las cabezas cercenadas por la curiosidad se desprenderían de sus cuellos en cualquier momento. Yo le ofrecí mis manos a la baranda y mi cuello a  la curiosidad, pero no encontré nada. 




- ¿Qué pasa? - Le pregunté a un tipo que estaba al lado mío quien había dejado abandonado su bicicleta, de esas con una caja de plástico amarrada a la parrilla, en un contén por observar.

- Espérate un momento que aún no llega.

Aguardé 1, 2, 3 segundos con la mirada en el río; en el cuarto apareció. El cadáver flotaba bocarriba y se movía con parsimonia, al vals de la corriente del río.  Era un señor mayor, entre los 50 o 60 años, o por lo menos eso creí, y sus ropas no lucían ni buenas ni nuevas. Eso sí, llevaba cosido en el pecho treinta pares de ojos, entre las que se encontraban los míos.

Había escuchado historias de ahorcados en el puente deSan Luis que no habían sido más que performance de un grupo de teatro, pero los músculos de este señor estaban demasiado relajados, o, historias más fantástica y tristes aún, de niños que calcularon mal cuando asaltaban un tren cañero en el puente Giratorio. Sin embargo, para mí esta vez no tenía la sustancia blanda y moldeable de las historias, sino la perdurable de la realidad.      

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y el alma, y eso que nunca he sido de aquellos a quien le ha asustado asomarse a los ataúdes. Pienso que existe una tristeza horrible en morir ahogado, porque, entre las causas de muerte, esa es la que me transmite más impotencia. Cuando nos sumergimos hasta las orejas, de pronto todo queda en silencio, y es como si el mundo se olvidara de nosotros. Y uno boquea y boquea- tal vez por eso no me gusta observar el deceso de los peces- y el oxígeno no llega, hasta que cada músculo se relaja como le sucedió al señor que navegaba tranquilo hacia el mar esa noche.

Oí el sonido de un motor y desde la desembocadura del río apareció una lancha, una tripa de camión con un poco más de presupuesto, con bomberos encima. Uno de ellos iluminaba el agua con una linterna para ubicar el cadáver. Fallaron dos o tres veces hasta que lograron colocarse a su lado y subirlo en el bote. Lo trasladaron hasta una de las riberas del río.

Algunos de los curiosos fueron hacia allá para terminar el morbo de la noche o quizás para no quedarse con solo media parte del hecho o del chisme - que no es nada más que el hecho en sí, real o ficticio, que te permite capturar la atención de futuros oyentes y tener agradables conversaciones de sobremesa-, pero yo había tenido suficiente, así que seguí camino a casa, con un miedo horrible de no poder dormir.          

A los días un bombero amigo mío me comentó que lo más probable es que el hombre fuera un borracho que se sentó a beber solo en el malecón del río, se cayó al agua y de ahí no pudo salir- no se sabe cuánto boqueo o si lo hizo, o si estaba tan alcoholizado que no tuvo ni fuerzas- ; pero, al final, nadie estaba seguro cómo había fallecido. Fue un muerto sin trascendencia. Se volvió, en el mejor de los casos, un comentario de pasillo, aunque nunca superó al último asesinato en una discoteca por un pisotón o a la bola de un prófugo de la cárcel. Con el tiempo se transformó en una leyenda urbana menor hasta que desapareció por completo.   

jueves, 24 de octubre de 2019

Entrevista a un criptozoologo o licencia para cazar sirenas





- ¿A qué te dedicas?- pregunté.

El muchacho que tendría 18 o 20 años disfrazado de Súper Mario – parecía que lo habían recién sacado de la pantalla de una computadora, aún tenía el olor a pixeles frescos - se arregló la gorra y se atusó el bigote pintado con plumón permanente y me contestó.

- Soy criptozoologo- me respondió. Yo levanté la cabeza de la agenda.

- ¿Qué es eso? – pregunté. La noche prometía mucho más de lo que pensé en un primer momento.

Estaba en mi primer año de periodismo y un amigo me había invitado a un evento para promocionar la cultura japonesa. Ese era el espíritu del proyecto; pero, en verdad, se había vuelto una cofradía de fanáticos al manga y al anime. Todo ocurría dentro del Museo Provincial y resultaba una escena rara: unas adolescentes vestidas como colegialas se tiraban unas fotos frente a un piano de cola, y en la pantalla del televisor algunos se mataban a patadas giratorios y bolas de poder en un torneo de videojuegos.

Ante la sorpresa encendí un cigarro y de repente, un ninja apareció de alguna parte, tal vez de una puerta en las sombras, y me dijo que no podía fumar ahí… – mientras hablaba corría en el lugar con las manos estiradas detrás de la espalda- … que a los padres les molestaba. Señaló con un pequeña katana a un grupo de sillas replegables donde unos señores y señoras me miraban cejudos. Supe, entonces, que la noche prometía.

Le pedí a mi amigo que me trajera a uno de los miembros del proyecto: una muchacha y un muchacho. Sobre la primera no hay mucho que contar, una entrevista corriente; el segundo, fue al criptozoologo.

- Nosotros nos dedicamos a investigar y cazar animales mitológicos como sirenas, duendes y dragones.- me respondió. Lo primero que imaginé es que él le hacía honor a Super Mario, pero en vez de aplastar hongos, se los comía y en grandes cantidades, los suficientes como para que el cerebro pareciera recién extraído de un microwave, con un poco de humo por encima y todo.

Mas, en un segundo momento, quise seguirle el juego. Unas semanas atrás, de celular en celular, había transitado la foto de un grupo de personas que se habían fotografiado en las Cuevas de Bellamar y detrás de ellos aparecía un güije. Así que la ciudad se encontraba entre interrogantes místicas; aunque lo más probable resultara que solo fuera un bromista místico y un Fotoshop legendario. De todas maneras, le pregunté.

- ¿Entonces qué me puedes decir acerca del güije delas Cuevas de Bellamar?  



 Él se volvió a atusar su falso bigote.

- Compadre, yo soy de las personas que para creer, tengo que ver.

Casi salgo disparado del asiento y le grito: qué cuando él, en su vida, ha visto una sirena; sin embargo, lo pensé con más calma y terminé la entrevista. Cada cual tiene derecho a salirse del mundo a su manera, aunque la teoría de los hongos aún me parecía bastante factible. 

Al salir del museo se preparaban para hacer un Karaoke en japonés.