La campesina con su bebé en brazos atraviesa el puente
y mientras camina el teatro Esteban emerge en cuadrículas, trozo horizontal
tras trozo horizontal. Primero se delinea el techo de pirámide, luego los
costados con sus grandes ventanales enrejados y por último, el portal, el
amplio portal que esa madrugada será su cama, que, por culpa de Weyler hace más
de un año es su casa.
En un primer momento dormiría en el barracón que el gobierno
español montó para los reconcentrados en el Palmar de Junco, sin embargo desistió
por dos razones. La primera era la Carreta de la Lechuza. Esta pasaba dos veces
al día para recoger a los muertos. Tal vez, la labor más agotadora para los
sepultureros no resultaba cargar los cadáveres, sino diferenciarlos de los
vivos; ambos mostraban los mismos síntomas de la descomposición: el mal olor,
el hueso sobrexpuesto a la carne, las moscas. Esa tarde la carreta estaba muy
cargada. Los brazos y las piernas colgaban como ramas marchitas. Ella aún no se
acostumbraba a esas escenas.
La segunda razón era que se comentaba entre los
campesinos que esa noche habría función en el teatro. Las funciones resultaban
provechosas, casi divinas. De vez en cuando, alguna dama o caballero se apiadaba
de ella y le daba limosna y, tal vez, al día siguiente, con mucha suerte, le
alcanzaría para un mendrugo de pan.
Cuando se dictaron los primeros bandos, en el 96, y
los soldados españoles fueron comarca por comarca para enviar a los campesinos
a las ciudades, prometieron albergue y comida. Al arribar a Matanzas cumplieron
con su palabra durante muy poco tiempo. Las raciones desaparecieron en cuestión
de semanas. Después la municipalidad ofreció trabajos, pero muy mal pagados y
demasiado difíciles, sobre todo para una mujer con un niño de brazos: cultivar
tierras vírgenes en el Valle del Yumurí, construir a pico y pala las carreteras
que conducen a las Cuevas de Bellamar. Sin otra opción, recurrió a uno de los
oficios más viejo del mundo, el de mendigo, porque para practicar el otro más
antiguo, la prostitución, por lo menos necesitaba algo de grasa en sus curvas y
más energía.
Aún era temprano. El sol todavía no se ocultaba,
aunque ya la luz era de ese naranja opaco que precede al anochecer. Buscó en el
portal un lugar libre entre las columna. Acarició la cabecita del bebé. Aunque
no llorara, sentía su boquita en el pezón. No lo chupaba, lo mordía, como un
mamoncillo que perdió la pulpa y solo le queda la semilla dura. Gracias al
bebé, aunque fuera pecado pensar así, consigue mucha más limosna, porque
consigue mucha más piedad. Una mujer con la anatomía al reverso, el esqueleto
para afuera y el pellejo para adentro, da lástima por sí misma, pero si se le
agrega un niño que parece una espina de pescado esa lástima se multiplica.
La noche llega, al igual que los primeros coches y
espectadores. Los señores están contentos en sus trajes finos que aprietan su
gordura sonrosada. Las señoras lucen sus finos vestidos de corte europeo y su
bisutería brillante. La campesina se acerca a ellos, callada, con la mano
extendida; este gesto es suficiente para que la entiendan, aunque si es
necesario nombrará al padre, al hijo y al espíritu santo.
Escucha la conversación. Hablan sobre la compañía, la
Opereta bufa de Ramírez, que representaría dos obras deliciosas, por supuesto comedias,
El matrimonio de Alí y La mulata María. Alguien afirma que el
país ya está muy tenso “por la guerra y
cosas por el estilo”, para ellos no poder disfrutar de una velada agradable
en el teatro. De repente, se percatan de la campesina. Un señorito, con ojos de
¡Dios mío, qué es esto!, desde la
misericordia le da unos centavos; una vieja, con ojos de ¡Dios mío, qué es esto! , desde el asco, también le da unos
centavos para que desaparezca de su vista lo más rápido posible.
Cuando termina su ronda vuelve a su rincón recostada a
una columna. Al parecer el espectáculo está a punto de empezar. Los últimos
rezagados entran al recibidor con paso rápido. Mientras cierran las puertas del
teatro, para que a ninguno de las decenas de campesinos reconcentrados que
ocupan el portal se les ocurra colarse, ella cuenta las monedas de la jornada,
por lo menos esta vez le llenan la cuenca de una mano, tal vez mañana sí se
permitirá un mendrugo de pan.