viernes, 22 de marzo de 2019

El curioso caso de los calzoncillos y la hornilla que tiraron al río




El suelo del puente de Tirry- uno de los tantos que cruzan la vida de los matanceros- lo conforman en vez de planchas enterizas de metal, rejillas por cuyos intersticios cabría a la perfección un limón grande. Si cuando caminas por él, bajas la mirada verás el río San Juan con su color verde musgo y en los extremos de su estructura, el gris de dos calles que pasan por debajo del Tirry y que las separa del agua un pequeño malecón.    

Hace cerca de diez años regresaba a mi casa desde la secundaria por el puente. Cuando debajo de mi cambió el verde musgo por el gris asfalto, observé que en la calle había un movimiento inusual. Cerca de veinte personas miraban absortos al San Juan. Yo, curioso, me acerqué al molote.

Algunos de los presentes se quitaban los zapatos y se recogían los pantalones hasta las rodillas; luego cruzaron la parodia de malecón hacia el agua que por suerte en ese tramo no superaba la mitad de las pantorrillas. Allí se inclinaron y empezaron a revolver la superficie del río; parecían campesinos vietnamitas que cultivaran arroz.  

Uno de ellos se incorporó y alzó en el aire una camisa a cuadros que, aunque mojada, lucía nueva o por lo menos con poco uso. Otro emergió por unos segundos con un zapato y luego volvió a inspeccionar el fondo para buscar la pareja antes que alguien se le adelantara y tuviera que discutir quién se apoderaba del par. Los menos valientes o entusiastas que aún esperaban en tierra comenzaron a recogerse los pantalones con la esperanza de alcanzar botín.

Los campesinos vietnamitas se multiplicaron de un momento a otro. Sacaron del río pares de medias, pulóveres, chores, camisetas. Alguien mostró, como el pescador que se vanagloria con una presa rara, una hornilla eléctrica en perfecto estado. Otro sacó un calzoncillo que contempló por unos segundos antes de lanzarlo de nuevo a la corriente.

Nunca se supo cómo llegaron los objetos al río. La versión que se manejó y que, por lo menos, parecía más verosímil resultó que una mujer descubrió que su marido le era infiel y para vengarse arrojó desde el puente de Tirry sus pertenencias al San Juan. Hasta escuché que un testigo presenció cuando la señora abrió la maleta y la sacudió contra la baranda para que se desprendieran hasta la última ropa y como algunas piezas ligeras flotaron en el aire por unos segundos; seguro ella observó a través de las rejillas por donde cabe un limón grande como se hundían y en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.   

Me pareció curioso el caso, porque había sabido de mujeres-fuego que encendían una fogata con las pertenencias del amante desleal o mujeres-metal que con una tijera las cortaban en menudos pedazos; pero nuca de una mujer-agua verde musgo.

Solo me queda algo por relatar: yo fui uno de los campesinos vietnamitas. Me subí los bajos del pantalón amarillo mostaza de la secundaria y me uní a los cazadores de tesoros. 
Alcancé una camisa de mangas cortas roja que al final me quedó ancha y un pañuelo que de tan estrujado parrecía un marañón.

lunes, 4 de marzo de 2019

Fin de año a lo taíno





Cuba, en fin de año, regresa a la comunidad primitiva: pequeños grupos reunidos alrededor de un fuego, un horno improvisado con cuatro piedras y una parrilla, o una gran cazuela donde el mojo burbujea debajo de pernil de puerco. Así, como los tainos, recurrimos a nuestros instintos y necesidades más básicos:

El areito

La familia, la cercana y la no tanto, se reúne para celebrar. Las bocinas, desde las 6 de la mañana, cuando ocurrió el sacrificio del marrano, repiten la misma lista de reproducción: un poco de timba, par de canciones de reggaetón de moda, unas cuantas de la década prodigiosa. Ocho veces. Quince veces. En la noche los mejores bailadores y aquellos con los cachetes colorados meten sus primeros pasillos. Alguien aparece con un micrófono. Llegó el karaoke, la hora de romperle los tímpanos al vecino.

El casabe  

Pellizcas un chicharrón por aquí. Pellizcas un buñuelo por allá. Bajas todo con un buche de cerveza que te destupe la garganta para la próxima ronda. Siempre queda un espacio, aunque ínfimo, para los turrones. No te importa pasar en una noche de la talla 32 a la 36, ni tirarte en la cama como si la barriga fuera una gran piedra que te anclara al colchón.

Cacicazgo

El o la cacique- en el tiempo precolombino las mujeres no mandaban, no como ahora- da vueltas por la actividad. Es el o la que más alto habla. Ordenará a qué hora se servirá la mesa. Abrirá la botella de sidra o vino espumoso, mientras el resto sujeta las copas de bacará o los vasos hechos de botellas cercenadas.  

El behique

Ahí está el más viejo, el patriarca o la matriarca. Una niebla le vela el rostro, el del humo del cigarro que aguanta entre los dedos o el de la catarata en los ojos. Siempre hablará en tiempo pasado. Revivirá con la palabra a aquellos que descansan en el panteón familiar. Recordará a la prima solterona y su vestido estampado que la asemejaba a un florero, al tío maldito de rumba y carretera. Tu medium con los ancestros.

Malos espíritus

El reloj marca las doce. Ya alguien se acerca con un cubo de agua a la puerta, tan repleto que con cada paso se desborda un poco. Una mano agarra el asa; la otra, el fondo. Un swing fuerte y rápido para que el chorro alcance, por lo menos, la mitad de la calle. Hay que sacar los malos espíritus de la casa, purificarla para el año entrante.


El más allá   

Las ruedas de la maleta se tambalean cada vez que cogen un bache o la unión entre dos lozas. No importa: esa vuelta a la cuadra llamará a las deidades del aire. Sin embargo, a la vez que las veneras, las maldices, porque ellas se llevaron a aquellos seres queridos de los que, como mucho, recibirás una llamada telefónica o un mensaje por internet. El resto del año los extrañas; pero el 31 te destroza su recuerdo.