En los últimos tiempos el mundo del audiovisual cubano ha tratado de crear productos más atrayentes para comunicar la historia nacional. Alguno de estos proyectos, por sus guiones innovadores y su factura cuidada, lograron lo que cientos de iniciativas intentaron pero fracasaron: obtener la venia de los críticos y, lo más importante, del público. Entre los más recientes de ellos se encuentra la serie Lucha contra bandidos (LCB) o la película Inocencia.
Creo que el éxito de ambas se debe sobre todo al enfoque que le otorgaron a la dramaturgia y a la construcción de los personajes. No constituyen el relato de mártires marmóreos, seres que por sus virtudes rayan a la perfección, porque casi siempre esa perfección luce tan inalcanzable para el ciudadano común, como tú o yo, que suena a falsedad cuando nos hablan de ella.
En vez de este elogio a la heroicidad, cuentan las peripecias de hombres con conflictos internos, a quienes les correspondió vivir épocas turbulentas y que debieron imponerse a sus instintos bajos, a sus dudas, a sus miedos, y alzarse para estar a la altura de su tiempo. La guerra nunca es pura, inocente o higiénica, sino sucia, grotesca y desorganizada. Creo que uno de los rasgos más fidedignos de LCB se encuentra en mostrar esta verdad. Ningún ejército, sin importar la justeza de la causa que defienda o lo disciplinado que sea, se libra de las complicadas dinámicas humanas. Son soldados, no autómatas, tienen familias, encrucijadas morales, ambiciones.
El uso como inspiración de los libros de cuentos "La guerra tuvo seis nombres" y "Los pasos en la yerba", de Eduardo Heras León, un repertorio de historias de la rutina, el entrenamiento y la lucha de los milicianos, además del empleo de hechos reales traducidos al lenguaje televisivo, logró el equilibrio justo entre la realidad y la ficción en dicha serie, y ahí radica su triunfo.
La historia no es como un Krim-218 que se observa invariablemente en blanco y negro, donde todo se reduce al conflicto maniqueísta de héroes contra villanos. Sobre las consecuencias de dividir la conducta humana en solo dos porciones irreconciliables, el escritor inglés G. K. Chesterton escribió: “El mal es tan malo que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno que, junto a él, hasta el mal resulta explicable”.
La película Inocencia, por su parte, logró crear empatía entre sus protagonistas y el público. El fusilamiento de los siete estudiantes de Medicina es un hecho conocido por todos; pero cuando se analiza en los diferentes niveles de enseñanza lo rodea la frialdad de lo factual, de lo escolástico. Te lo aprendes de memoria por si te aparece en una prueba. Cuesta comprender el drama humano que se esconde detrás de la impasible página del libro de texto.
El largometraje, con dirección de Alejandro Gil y guión de Amilcar Salatti, provoca que nos sintamos identificados con esos alumnos que pudieran haber sido tú, lector, o yo o cualquiera. Es tan así que, aunque todos dominamos el desenlace: la ejecución y la búsqueda de redención para sus colegas, de Fermín Valdés Domínguez, nos mantienen pegados a las butacas del cine o de la casa, porque el desarrollo dramático queda en un segundo plano y las diversas interacciones de sus personajes, sus sufrimientos, sus pasiones, sus crueldades toman su lugar bajo el foco reflector.
Más atrás en el tiempo también existen ejemplos de audiovisuales que lograron contar la historia de manera efectiva. Hace poco retransmitieron Clandestino, de Fernando Pérez, y no fueron pocos los que en las redes sociales citaban algunas de sus líneas de diálogo o la elogiaban. No obstante, utiliza la fórmula de enseñarnos personas y no estereotipos de héroes, y por tanto cada desgracia de ellos duele en carne propia.
De la magia de Fernando Pérez también nació Martí: el ojo del canario, una relectura de la niñez y adolescencia del Apóstol que, en vez de ser un compendio de anécdotas con moralejas, se convierte en una historia de aprendizaje, donde el protagonista, según los obstáculos que vence y las personas con que interactúa, conforma una cosmovisión sobre su realidad y define sus valores morales.
En un mundo que cada día va más aprisa en la tecnoautopista de la modernidad, y el presente se encuentra tan repleto de entretenimientos, sean banales o didácticos, el pasado no puede volverse una trivia, un cúmulo de información relegado a algún oscuro rincón del cerebro. Tenemos que sentirlo vivo. Lo audiovisual en estos momentos constituye uno de los soportes que más audiencia posee, por tanto, su poder de convencimiento, de legitimación, resulta mayor, y ese potencial no se puede perder en futilidades.
La historia no cambia, uno puede profundizar en ella a través de lecturas e investigaciones y hallarle enfoques diferentes. Sin embargo, los hechos están tallados en granito, a pesar de que los códigos y soportes comunicativos sí varían con las épocas.
Por ello es tan importante la manera en que se comunica, porque perdemos su capital simbólico a mano de la falta de creatividad, de la letra o la imagen muerta, del miedo a lo humano. Si algún día olvidamos de dónde y de quiénes venimos, entonces nos transformaríamos en seres desarraigados, como todo aquel que renuncia a la memoria colectiva.