Una Virgen de la Caridad custodia la cómoda de mi madre antes de que tenga memoria. Recuerdo que cuando hice la prueba de ingreso a la Vocacional había una vela encendida ante ella. Y así: una vela por cada muerte, vela-señal lumínica para que los difuntos lleguen seguros a los solitarios andenes; un vela por cada extravío, luz- faro, luz- guía; una vela por cada escasez terrenal o etérea, luz dual alma-cuerpo, luz- fogata, luz-horno. Podemos tener crisis políticas, económicas, financieras, ecológicas, alimentarias, pero nunca nunca una crisis de fe. Con la fe no se juega, con la historia tampoco.
Dicen que los mambises se encomendaban a la Virgen antes de lanzarse descarnados contra el cuadro español y que en el pecho del general Antonio que tanto plomo soportó, había también “cobre” en forma de una medallita y , por ello, podemos llamarla mambisa sin dudar. Tantos santos y santas atravesaron el Altántico, San Carlos, San Gerónimos; sin embargo, necesitábamos una santa cubana, una santa nacida de las entrañas de nuestra sal y de nuestro polvo.
Nosotros no somos Francia, no somos Inglaterra, nosotros no tenemos próceres que mataron dragones como San Jorge o santos reyes como San Luis. Nuestra advocación de la patrona cristiana la encontraron esclavos, el negro Juan Moreno, y los indios Juan y Rodrigo de Hoyos, es una Santa de los pobre, de los humildes, de los guajiros, de los carboneros de la Ciénaga de Zapata, de los arrieros del Escambray.
Es María y es Oshún, soberana del reino de lo dulce, las aguas y las mieles; y donde debe existir una dicotomía entre aquella sin pecado concebida y la orisha zalamera, icono de la belleza, de la feminidad, entre la madre y la amante, no la hay. Y en las casas cubanas se le rinde culto en cualquiera de sus avatares, la africana y la europea, porque como dijera Don Fernando Ortiz somos una sola cultura y con el sincretismo, y con el sincretismo no se juega.
Los cubanos y los hijos de cubanos y los nietos de cubanos, por la Tierra esparcidos, todos se resguardan bajo el mismo manto dorado. No importa de que lado de la diáspora te encuentres, los mismos referentes te acompañan. Con la identidad no se juega y la Virgen de la Caridad del Cobre, más allá de su connotación religiosa se vuelve un símbolo cultural de la nación. Nadie es ajena a ella sin importar donde coloquen su fe, si en los cielos o en la tierra o si en ambos a la vez.
Por ello, resulta tan triste que en su nombre se convoque al disenso en una llamada Revolución de los Girasoles. Es decir que aquello que debería ser causa de unidad se vuelva un parte-aguas; o que desempolven viejas rencillas y divorcios, como el que existió entre la religión y el proceso político cubano, y que desde hace 30 años, con la conversión de Cuba de un estado ateo a uno laico, se intenta alcanzar un consenso, porque lo más importante resulta comprendernos como un país con una gran diversidad cultural y con un objetivo trazado: el bienestar de todos sus hijos.
Un famoso libro de tácticas bélicas plantea que “el arte de la guerra consiste en el engaño”; sin embargo, este llamado para que la gente use ropaje amarillo o porten girasoles no va más allá de una estafa barata que los primeros que se engañan son los que la convocan. Al final los cubanos utilizarán este tono sin que nadie se los sugiera, porque lo llevan en la sangre, junto con leucocitos y los glóbulos rojos. Las tradiciones no deben tergiversarse.
Con la fe, con la historia, con la cultura y con la identidad no se juega. Lo sacro, entiéndase el término más allá de su connotación religiosa, aquello que merece la veneración y el respeto de todos, no debe volverse un arma para confrontaciones entre hermanos, sino como fuente de diálogo. Yo, por mi parte, secundo el coro de la que tal vez sea la canción más conocida de la historia musical cubana y digo: “Contigo me voy, mi santa”.
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