No hay “aleia acta est”. La suerte no está echada. Por
ello, introduces la mano en el bolsillo. Los dedos descienden despacio. Primero
rozan el pañuelo húmedo por las tantas veces que limpió el sudor de tu frente,
con una oscilación de derecha a izquierda y viceversa, como el limpiaparabrisas
de esa guagua que te exprimió como una colcha de trapear.
Bajas un poco hasta toparte con las llaves. Tus yemas
palpan sus irregularidades. Tú, dios, que acaricias los picos de una cordillera.
Recuerdas que esa es una copia. La original se rompió en el llavín la semana
pasada, recién salida de cerrajero, y a esta ya le encontraste una sospechosa
torcedura.
Luego das con el peine, con un poco de caspa, colocado
en posición vertical, y tus dedos bajan por los dientes como una escalera. Con
la mano libre, aquella no aprisionada por la tela del pantalón, te tocas el
pelo. Necesitas un buen corte: a cada rato debes soplar ese mechón que se
empecina en taparte el ojo y ya las patillas alcanzan la mandíbula. Diez pesos
más.
Encuentras la cartera. Fabricada de ese material que
con el uso parece la tierra cuarteada donde antes se elevaba una selva
tropical. Calentamiento global. Lluvias ácidas. Buldócer. Motosierras. No te
detienes mucho tiempo. Te desagrada escuchar los gritos azules y solitarios del
único billete de veinte pesos, preso en confinamiento.
Alcanzas el fondo. Ahí está la moneda, el disco
díscolo. Haces tenazas con la punta de los dedos y la subes, pasa por el lado
de la billetera, de la llave, del peine, del pañuelo hasta que lo sacas de la
caverna de mezclilla.
- ¿Martí o estrella?- te preguntan.
- Martí- respondes.
El peso macho gira en el aire, una y otra vez, hacia arriba impulsado por la fuerza de mi brazo, hacia abajo, por la gravedad. No te preocupa el resultado; porque ya lo sabes: siempre saldrá Martí.
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