La palabra “adelanto” en la semiótica popular cubana hace referencia a aquellos que avanzan hacia un estatus que el imaginario social considera superior: del bohío al penthouse, del campismo popular al hotel cinco estrellas, de la Thaba Cuba a la Reebok, de la mortadella al jamón Serrano, de la potasa al Pantene.
Su contraparte, “el atraso”, antónimo lingüístico y cotidiano, significa un retroceso a un estado menos favorecido por el ojo y la lengua ajena: de la ciudad a la aldea, de Varadero al vado del río, de la malta al sirope. Todo ello depende de percepciones construidas que se han mantenido en el tiempo y, aunque varias han quedado atrás, otras se mantienen, sobre todo las negativas, que casi siempre llevan consigo expresiones peyorativas.
Abel Prieto, en su novela El vuelo del gato, hace referencia a este fenómeno en la conversación de unos amigos, que analizan su vida y la de sus conocidos a través de la dicotomía del “adelanto” y el “atraso”. Uno de ellos, Freddy Mamoncillo, al hablar de la historia de sus padres, cuenta lo siguiente:
“En el ámbito ‘religioso-espiritual’, en el ‘étnico’ y en el ‘social’, Ñico, un ‘pichón de haitiano’, negro entre los negros y albañil sin empleo fijo, con aquella cabeza erguida, altiva, erizada de pelo malo y de quién sabe cuántas creencias salvajes traídas a Cuba por sus ascendientes, debía ‘adelantar’ junto a ella, junto a Charo, que era blanca entre las blancas y dependienta, no en una bodega ni en un timbiriche de tres por quilo...”.
Cuando una “negra” se empata con un “blanco”, siempre hay quien dice por lo bajo, a veces hasta por lo alto, porque al final los códigos de conducta se lo permiten, que está “adelantando la raza”. Desde una percepción errónea, lo afrocubano se concibe como el retroceso. Por ello el pelo “malo”, la pasa, el estropajo, el estambre se considera un marcador del “atraso”, siempre inferior al “bueno”, al lacio, al chino, al que chorrea por la espalda.
Estas concepciones poseen un carácter histórico. El origen de la civilización, según las verdades aprehendidas se encuentra en Europa, todo lo demás es periferia, “área verde”.
El blanco caucásico o latino es el prototipo de belleza y éxito, aunque toda la gloria del Viejo Continente se construyó a través de la explotación de los nuevos continentes. Dicha ideología prendió en sus colonias, donde aquel que más se parezca en su fisionomía y fisiología al antiguo conquistador poseerá mayor ventaja a la hora de abrirse paso en la sociedad.
Por ello a parte de esa suerte de rejuego con la genética, cuando vamos a percibir la belleza en los afrocubanos lo hacemos a través de los códigos de los caucásicos: narices respingadas, buenas para el frío de los Alpes, no las chatas que nacieron de las altas temperaturas del África; rasgos finos de eslava y no facciones más escarpadas y redondeada.
Entonces cualquier método que se emplee para atenuar estos rasgos se percibe como un “adelanto”, una aproximación a un status quo y al final no son más más que códigos históricos construidos sobre nociones erróneas.
Las voces “atraso” y “adelanto”, desde un punto de vista lingüístico, denuncian concepciones que se interseccionan con el racismo y la xenofobia. Tales posturas vuelven al sujeto un objeto que la sociedad evalúa y categoriza según criterios infundados y que no deberíamos permitir que se propaguen o que lo hereden las generaciones venideras.
Yo, por mi parte, suscribo las palabras de Abel en su novela: “Los códigos estéticos del futuro —dijo— darán cabida en su seno a todas las narices, a todos los colores, a todos los pelos, y será la raza universal, fruto del más completo y definitivo mestizaje”.
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