La tripanofobia es el miedo irracional a las agujas e inyecciones. En estos momentos en que que el país entero cabe en un jeringuilla, las historias de los tripanofóbicos se multiplican de un lugar a otros: esos que hay que darle terapia para que permitan que los inyecten o aguantarlos para que no tiemblen como una gelatina ante la visión de la aguja. A través de mi historia he conocido personas que palidecen al solo mencionar la palabra vacuna.
Vivo en un biplantas. En la primera hay un consultorio médico y en la segunda mi casa. No resulta extraño que a media mañana escuche por las ventanas el grito de un niño asustado ante la visión de la jeringuilla y a una madre que lo consuela al decirle que no duele, que es como una picada de mosquito, para que la enfermera pueda vacunarlo.
Incluso, algunas veces, cuando bajo a alcanzarle algún fajo de recetas o un legajo de historias clínicas a mi mamá, la doctora del consultorio, observo a adultos que tiemblan cual gelatina cuando sienten el frío algodón en el brazo como prólogo del pinchazo.
A cada rato en la escuela primaria nos anunciaban que vendrían unas señoras para inyectarnos. En dichos momentos de tensión, todos se miraban a los ojos en búsqueda de una señal de miedo en los otros. Si la hallaban, resultaba inevitable la burla, el “chucho”, como una manera de ocultar el temor propio.
Cuando nos pedían que formáramos una fila para comenzar el proceso, todas las miradas estaban fijas en la mueca de quien le tocara el turno. Era una prueba de valor. Recuerdo que cuando vacunaron a uno de mi aula, alguien le preguntó si le había dolido.
En vez de contestar, hizo el gesto universal para demostrar fortaleza: subió los brazos y los dobló. Había olvidado lo reciente del pinchazo y del hueco de la herida salió un chorro de sangre que le manchó la manga de la camisa.
Otros sí padecían verdaderos ataques de pánico. Desde que por la puerta del aula entraban las enfermeras, se ponían del mismo color blanco almidonado de sus uniformes. Entonces se comían las uñas, masticaban las punta de la pañoleta, la goma de los lápices.
Cuando el personal médico colocaba el instrumental encima de una mesa, se levantaban del asiento, se pegaban a la salida de la habitación para tener una ruta de escape lo más próxima posible.
A algunos cada vez que le acercaban la jeringuilla retrocedían, como un juego de los “agarraos”. Me contaron, porque dicha reacción nunca la atestigüé, que existieron quienes huyeron despavoridos y no pararon de correr hasta estar a varias cuadras de la escuela.
Muchos llevamos la marca de las vacunas. Hondonadas, rasgaduras, agujeros en la piel, casi imperceptibles para quienes no seamos nosotros mismos; pero están ahí, al igual que las cicatrices de cuando aprendes a montar bicicleta o a trepar muros o matas de mango. No obstante, sí las segundas son solo recuerdos personales, indicios de historias individuales; las primeras, son colectivas, una marca país, una marca mundo.
Dentro de poco una nueva se incorporará a las antiguas y nos regalará un relato para que, cuando miremos hacia atrás, concibamos del período pandémico solo como otra historia más que contar. La tripanofobia no puede deternernos.
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