En el
libro Rutas críticas, Ambrosio
Fornet, editor y crítico literario cubano, habla sobre como su nieto leía
vorazmente los ejemplares de la saga El legado, conocida por su primer tomo Eragon, una historia de magia y
dragones, considerado dentro de la llamada “mala literatura”.
El
intelectual reflexiona sobre este fenómeno y plantea que de una manera u otra
siempre se obvia la parte didáctica dentro de la literatura- yo aumento su
rango y digo que de cualquier producto comunicativo- y se prioriza la informativa
o la cognoscitiva, a la vez que nota que ese ejemplar, que quizás no cumple con
los estándares estéticos y de estilo de la “alta literatura”, tal vez fuera un
paso intermedio para que su descendiente descubriera lecturas superiores.
Solo
comprendí la afirmación de Fornet cuando la vida me ofreció un remedial sobre
ella. En la universidad dos compañeras de aula cada mañana, en el intermedio
entre que te vomita el ómnibus y aparece el profesor, debatían y reseñaban los
últimos capítulos de la telenovela de turno. Al principio me molestaba
bastante, porque siempre concebí estos audiovisuales simplones y degradantes;
sin embargo, en cierta ocasión durante una clase, la profesora le pregunta a
una de ellas por qué las devoraba compulsivamente.
- Yo sé
que son malas y que no me aportan nada; pero me divierten.
A partir
de ese tarde cada vez que las muchachas hablaba de Enamorándose de Ramón o de alguna por el estilo, cuyo nombre en
este momento no recuerdo, siempre me sacaban una sonrisa; porque comprendí que
todos tenemos maneras de salirnos de este mundo. En el idioma inglés existe una
expresión que sintetiza un poco más mi idea, guilty pleasure, que traducido al
español sería placeres culpables o culposos. Cada cual tiene su guilty
pleasure, por ejemplo aquellos adultos que se sientan frente al televisor para
ver muñequitos y los disfrutan como si aún se comieran la punta de la pañoleta,
aunque reconozcan su inocuidad.
Existe el
temor, no siempre infundado, del poder de manipulación de la industria
cultural. En la película de Stanley Kubrick La naranja mecánica, Alex,
el protagonista, un joven delincuente, lo sujetan a una silla y con un aparato
especial le mantienen los ojos abiertos para que observe en unas pantallas
imágenes de violaciones y asesinatos, mientras tanto le suministran fármacos que
le provocan fuertes dolores; de esta manera condicionan su respuesta a los
actos violentos que pudiera cometer en el futuro.
No somos
Alex, por ver una serie sobre narcotráfico no montaremos un laboratorio para
sintetizar drogas en el cuartico de desahogo de nuestras casas; aunque no se
puede negar el fuerte carácter manipulador de la industria cultural. Deberíamos
preocuparnos no tanto por qué consume cada quien, sino por crear consumidores
críticos.
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