lunes, 12 de noviembre de 2018

Pórtense bien que viene la visita




El primer recuerdo que guardo acerca de las visitas se remonta a mi escuela primaria. En los matutinos, después de cantar el himno, la directora se acercaba al borde de la tarima y con voz solemne, tal vez para impresionar a los jóvenes pioneros que éramos, anunciaba que ese día una comisión del ministerio, casi siempre del misterio, inspeccionaría el centro.

- Cuando viene alguien a su casa, ¿ustedes que hacen?

La pregunta retórica quedaba en el aire por unos segundos.

- Portarse bien, por supuesto. Yo sé que ustedes siempre se portan bien, pero en esos momentos hay que hacerlo mejor

Luego venían que se mataban las advertencias.

- No quiero ver a nadie con el uniforme por fuera, ni en los pasillos a la hora de las clases, ni ningún otro tipo de indisciplina ¿Entendieron?- Es una lástima que el texto escrito no encierre el histrionismo de este tipo de discurso.

De tantas veces en la semana que nos lo repetían, mi mente infantil imaginaba la escuela como una fortaleza en asedio constante. Luego al transitar por otros niveles de enseñanza, me percaté que el fenómeno no se limitaba al sitio de mis primeros estudios, ni siquiera al sector de la educación.

Las visitas resultan ese momento donde a la fuerza la apariencia, aunque sea por unas horas, sobrepasa a la esencia. No importa que el edificio se desmorone, ese día una mano de pintura y una sonrisa complaciente convierte un cuchitril en Xanadú. En algunos establecimientos gastronómicos, por ejemplo, su sola mención invoca a alguna diosa prehistórica de la fertilidad, y en los estantes, casi siempre en sequía, brotan los más exóticos productos.

En un país donde gran parte de las instituciones y servicios responden al estado, la supervisión constante de las mismas constituye una labor imprescindible para su buen funcionamiento y por transitividad del estado en sí. Estos controles hay que aplicarles la máxima del Apóstol de que la verdadera medicina no es la que cura, sino la que previene. No me acusen de catastrofista, pero la más pequeña tuerca floja vulnera a la maquinaria más poderosa.

El temor a las cabezas rodantes o, para seguir con las metáforas encefálicas, a servir la cabeza en bandeja de plata de algunos empleados si su superior no encuentra todo en orden, desde la contaduría hasta los manteles de las mesas, ocasiona delirios de bienestar. Con un enfoque diferente, tal vez ese empleado solo busca reconocimiento por su buena gestión o el mantenimiento de un status quo obtenido en largos años de trabajo eficiente, sin embargo no importa el motivo si al final provocan el mismo efecto.

Otro elemento a tomar en cuenta resulta el factor sorpresa. Muchas de estas comprobaciones se notifican con semanas o meses de antelación, y guerra avisada no mata soldado, a menos que el soldado viva en las nubes; por ello, sin contar los recorridos oficiales o la conmemoración de algún evento en específico, sería muy producente un poco de cautela a la hora de las alarmas y los avisos.

La perfección no es perfectible. Si como en un show de magia le colocas a los problemas un pañuelo encima y le dices al público “ahora lo ves y ahora no lo ves”, solo los escondes en la manga del traje o en el fondo del sombrero de copa junto al conejo no desaparecen en realidad. Estos paripés, para hablar en buen cubano, con el tiempo solo acumulan mentiras que conducen a errores irreversibles.

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